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Conucos, shabonos y WhatsApp: tecnologías para la educación incorporada y el aprendizaje radical

03.04.2023

por Juliana Steiner

¿Cuán flexible y maleable puede tornarse la curaduría en el propósito de provocar un flujo de ideas en lugar de reafirmar conceptos ya establecidos? [...] ¿Qué pasa cuando la curaduría consiste en involucrarse en procesos vivos en vez de relacionarse por medio de formas acabadas?

Esperando la madera

Era mediodía. El calor y la humedad empezaban a hacerse sentir. Me encontraba en el puerto de Inírida —la capital de Guainía, un departamento del oriente colombiano, en el norte de la Amazonía—, donde una confluencia de tres ríos, conocida como la Estrella Fluvial, conecta Colombia con Venezuela y Brasil. Lanchas entraban y salían, algunas cargadas de turistas, otras de pasajeros locales y otras con gigantescos bultos de plátano, yuca y piña que bloqueaban la vista del capitán, quien de alguna manera sabía exactamente cómo maniobrar su embarcación. Los tuk tuks recogían pasajeros y sonaban sus bocinas a otros conductores. Más abajo, en la cuenca del río, rugía el bullicio del mercado de Pajuil, un bazar local donde se venden diversos productos amazónicos como pescado fresco, casabe, ajíes y mañoco. Yo esperaba a Jaime Hernárndez, un hombre del resguardo1 Caranocova Yuri de la comunidad puinave. Jaime es parte de HALAMO, una asociación creada para reforestar y mitigar el impacto de la tala en esta zona. Esperaba un cargamento de materiales de construcción que incluía troncos, palmeras y bejucos. No conocía a Jaime en persona y hace días no sabía nada de él, pues se encontraba en la laguna de Morocoto sin señal telefónica. Antes de perder la señal había sido específico: “nos encontraremos en el puerto el 8 de mayo a mediodía ”. Llegó el 8 de mayo, era mediodía y aún no había señales de Jaime. Empecé a inquietarme pensando en que él podría no aparecer. Me acompañaban jóvenes de la Marina colombiana, quienes estaban allí con el fin de ayudar a llevar los materiales a la finca Cuabanare, la cual era parte del colegio Custodio García Rovira. Más adelante ayudarían en la construcción del proyecto que explico algunas líneas más adelante. Los hombres de la marina también se empezaban a inquietar, pues el calor y la humedad iban en aumento. Por fin divisé a un hombre que agitaba su mano hacia mí, y de inmediato supe que era Jaime. Me sentí aliviada: habían llegado los materiales para el Jardín Maloka, un lugar de etnobotánica para los estudiantes del Custodio García Rovira.

Vista desde el puerto mientras esperaba la llegada de Jaime. Foto: Juliana Steiner.

La curaduría como proceso: el conuco

Me intriga el potencial que tiene la curaduría cuando se trabaja más allá de crear exposiciones. Mi interés radica en crear estructuras que fomenten la colaboración y generen contradicciones entre múltiples voces. ¿Cuán flexible y maleable puede tornarse la curaduría en el propósito de provocar un flujo de ideas en lugar de reafirmar conceptos ya establecidos? Recientemente abordé esta pregunta, cuando en el otoño del 2021 me invitaron a comisionar una serie de proyectos como curadora para Colombia del festival Common Ground del Bard College2. Comencé por crear una red de proyectos en diferentes territorios3 del país que abordan formas no dominantes de relacionarse con los sistemas alimentarios y permiten otras formas de aprendizaje. ¿Qué pasa cuando la curaduría consiste en involucrarse en procesos vivos en vez de relacionarse por medio de formas acabadas?

Después de un viaje a La Chorrera en mayo del 2022, me interesé en la chagra, también conocida como el conuco, un lugar de encuentro físico, educativo y espiritual donde se cultivan alimentos y plantas medicinales comunitariamente4. Para diversas comunidades indígenas de la Amazonía que utilizan esta tecnología, los conucos son lugares en los que los mayores transfieren sus conocimientos a las generaciones más jóvenes. El conuco es un lugar de aprendizaje donde los alimentos se convierten en un vehículo entre los seres humanos y el medio ambiente. No solo es un policultivo que permite sembrar y cosechar alimentos locales, sino también es un ciclo que impulsa relaciones dinámicas entre la biodiversidad, la cultura y las personas.

Ensamblaje del equipo y sus colaboradores

Así como el conuco es un espacio de aprendizaje, mi objetivo principal era crear un lugar de etnobotánica que permitiera entretejer diferentes prácticas dirigidas a generar otras formas de relacionarse con la naturaleza y el conocimiento. De esta manera, el conuco se convirtió en una metáfora para mí y lo que quería lograr con el Jardín Maloka en cuanto lugar de aprendizaje. Era entonces necesario convocar a un grupo diverso de personas que se sumarán al proyecto. Al primero que llamé fue a Nicolás Paris, un artista multidisciplinario con una mirada pedagógica, quien lleva a cabo proyectos educativos en diferentes lugares de Colombia, como, por ejemplo, Timbiquí y Soacha. Paris encuentra constantemente nuevas maneras de subvertir los espacios tradicionales de aprendizaje que, a su modo de ver, giran en torno a la acumulación del conocimiento individual. El segundo fue Pedro Aparicio, un arquitecto convencido de que la arquitectura se entiende, por lo general, de forma limitada, y cuyo trabajo aboga por una práctica multiespecies en la que la arquitectura tiene que ver más con diseñar en el tiempo que con diseñar en el espacio.

Aparicio me presentó a Francy Méndez, una iniridense que trabaja como funcionaria pública y tiene un profundo amor por su ciudad. Ella se convertiría en la amalgama de este proyecto, pues muchas veces incluso tocó la puerta de la gente cuando yo no obtenía respuesta por vía telefónica. Francy me puso en contacto con Arlex Tovar, el director de la escuela Custodio García Rovira, la primera escuela pública del Guainía. Tovar me dijo que estaba interesado en desarrollar programas alrededor de la preservación del conocimiento local y la botánica, y, a su vez, me presentó a Rudy Villegas, una maestra del Custodio García Rovira que enseña prácticas agrícolas y procede de una familia de emigrantes del Vaupés. Villegas nunca aprendió a hablar las lenguas originarias de sus padres —ni el tucano de su madre ni el guanano de su padre— y está convencida de que esto es una gran pérdida, así que espera evitarlo en las próximas generaciones. El último en incorporarse fue el sabedor local Melvino Yavinape, del resguardo de Coayare. Melvino enseña temas tan variados como tejido, alfarería y etnobotánica —conocimientos esenciales para la comunidad curripaco a la que pertenece— a través de lo que él llama “escuela ancestral” (en curripaco se dice nacapeetaca, término que, según él, se traduce en cierta forma con la expresión “transferencia de experiencia”). Estas fueron las personas convocadas para crear un espacio en Inírida, en el que se fusionaran la pedagogía, el arte y las diversas formas de conectarse en torno al alimento, la cultura y el medio ambiente. Estas fueron también las bases del Jardín Maloka.

¿Por qué Inírida, Guainía?

El Guainía es una vía verde de (bio)diversidad que alberga 903 especies de plantas, 324 especies de aves y más de veinte comunidades indígenas6. A lo largo de la historia, estas comunidades se han enfrentado a la violencia de la colonización y la evangelización masiva, lo cual las ha afectado profundamente7. Esta violencia agujereó el tejido social local, de manera que a menudo reemplazó pensamientos complejos por alternativas occidentales aplanadas y opacas. Esto ha distorsionado y reducido la forma en la que las comunidades hablan de sí mismas y de sus prácticas, en particular de su profunda relación con el mundo natural. Al igual que la flora y la fauna de esta región, la cultura y la ancestralidad de estas comunidades están en declive. Por supuesto que no es algo inesperado, dado lo íntimamente ligadas que están estas comunidades a la naturaleza, así como la relación simbiótica que existe entre el cuidado de sí mismas y de su entorno.

Muchas de estas personas emigran a los centros urbanos y olvidan sus raíces, con lo cual ponen en riesgo el destino del medio ambiente y se abandonan las prácticas agrícolas locales sostenibles, como el conuco. En este sentido, el objetivo de Jardín Maloka es fomentar en los niños el interés y la relación con estas prácticas en declive.

La escuela

La escuela Custodio García Rovira tiene un programa de agricultura dirigido a sus alumnos y funciona en una granja. En las llamadas que sostuve con Arlex (el director de la escuela), él mostró su interés por crear un espacio para albergar plantas medicinales, pues considera que estas han sido marginadas por los científicos, los productores de alimentos y los chefs, y cómo deberían tener un papel más prominente en los estudios alimentarios locales. También mencionó que este espacio podría integrarse a la red del Museo Comunitario (un museo multisede en Inírida que busca preservar la cultura local). La perspectiva de formar parte de esta red fue lo que más entusiasmó a los estudiantes.

La técnica del tejido en palma chiqui-chiqui. Hombres de la laguna de Morocoto atan los bejucos. Foto: Juliana Steiner.

La escuela Custodio García Rovira nunca tuvo recursos suficientes para contratar a una persona como Melvino, cuyo modo idiosincrásico de enseñar no encaja en los programas de estudio y estándares de enseñanza del currículo nacional. Melvino me dijo en una ocasión que, con su práctica, él simplemente se convierte en un canal para enseñar lo que se representa en los petroglifos que se encuentran en todo el Guainía. El objetivo de Melvino es incorporar la “educación propia” al currículo nacional. Empecé a pensar que el Jardín Maloka podría ser el sitio perfecto para fomentar enseñanzas como las de Melvino, que entrelazan personas, enseñanzas y naturaleza.

Aprendizaje remoto (o siembra a distancia)

Entre el otoño del 2021 y febrero del 2022 trabajamos todos juntos en crear conexiones y tratar de entender la mejor manera de utilizar los recursos de Common Ground y Bard para crear un proyecto que beneficiara a la comunidad, se alineara y contribuyera con el objetivo de la escuela de albergar un huerto medicinal en su granja. Escuché los deseos y las necesidades de la comunidad y pensé cómo podía convertirme en una plataforma y una vía para ello. El 28 de febrero del 2022 creé un grupo de WhatsApp con más de treinta estudiantes de décimo grado, profesores de la escuela Custodio García Rovira, Melvino, Nicolás Paris y miembros de APLO8 —la oficina de arquitectura dirigida por Pedro Aparicio—. Escribimos preguntas en forma de adivinanzas y, a través de nuestro intercambio, conocimos sobre el lugar físico donde se ubicaría este jardín/laboratorio medicinal. La pantalla se convirtió en un medio de arquitectura y pedagogía participativa. Todos formulamos preguntas y comenzamos a diseñar el lugar físico.

Luego de algunas conversaciones con los alumnos y profesores de la escuela, APLO ideó una estructura sencilla inspirada en el shabono —la vivienda tradicional yanomami de las comunidades que habitan la cuenca del Orinoco, entre Venezuela y Brasil—. El centro descampado de los shabonos crea una relación directa con el entorno inmediato que actúa como un claro en el bosque, lo cual para nosotros se convirtió en una estrategia dirigida a demostrar el potencial de la arquitectura cuando no está limitada por un lugar específico. Los laterales de la estructura permiten cocinar, jugar, dormir y aprender bajo el mismo techo. Navegando por el estrecho río Orinoco se puede ver Colombia en una ribera y Venezuela en la otra. El río conecta pueblos, culturas y tradiciones, de modo que nos pareció apropiado utilizar esta vivienda como inspiración de las comunidades amazónicas del Orinoco que se conectan a través del río, en vez de las divisiones geográficas y las fronteras.

Jaime (el hombre al que había esperado en el puerto) sugirió trabajar con la madera nativa de almanegra (Talauma sp.). Me explicó que estos troncos debían cortarse con mucho cuidado en momentos puntuales: la luna llena, el canto de los pájaros y el croar de las ranas son pistas para saber cuándo es el momento adecuado. Así, con un diseño sencillo y materiales de origen local, llegamos a Inírida el 6 de mayo del 2022. Por fin conocíamos a la gente y el lugar que habíamos visto a través de una pantalla durante meses.

En el lugar: seguir el sol con la mano

La ubicación exacta de la estructura era esencial, pues si bien uno de los principales objetivos del espacio era que cobijara muchas plantas medicinales, también se pretendía que invitara a conversar a través de ellas, de manera que permitiera a las plantas convertirse en un medio o un canal para la arquitectura y la pedagogía. Preparamos talleres conducidos por Paris en los que se pidió a los alumnos que pensaran en cómo se produce el crecimiento de las plantas, la forma en la que se mueven y por qué el sol y la luna son parte importante de esa conversación. Este ejercicio reflejaba lo que Aparicio me había dicho una vez acerca de cómo entendía su práctica: “Quiero estudiar la abundancia de los ecosistemas —ya sean ríos, selvas u océanos— como espacios que están en constante movimiento. Nuestra prerrogativa como arquitectos debería ser movernos alrededor y dentro de estos sistemas, no separarnos de ellos”.

Coordenados con los puntos cardinales a fin de maximizar la luz solar disponible para las plantas y, a su vez, proteger la estructura de los fuertes vientos invernales del valle aluvial, decidimos que la vivienda estuviera alineada de este a oeste.

Su espacio abierto permitiría una conversación más innata con la naturaleza, en contraste con el estándar occidental de los espacios de aprendizaje, los cuales tienden a ser herméticos y aislar así lo que ocurre en el interior de ese espacio. Aquí teníamos la oportunidad de permitir a la naturaleza formar parte de una conversación y del aula. ¿Funcionaría?

Decidimos construir el techo con palma chiqui-chiqui, tejida con una técnica tradicional de las comunidades de puinave y curripaco. En esto trabajaron Jaime y otros ocho hombres de la asociación HALAMO, mientras otros, como Aparicio y su equipo, aprendían esta forma local de conocimiento incorporado. Observar a estos hombres abrir primero la palma y después tejer una estructura de 9 m era como ver a alguien bailar: cada paso los acercaba más y más a ser físicamente uno con la palma.

Nicolás Paris estaba decidido a crear las condiciones adecuadas para el aprendizaje por medio de una serie de ejercicios que invitaban a los alumnos a observar y reflexionar sobre su entorno natural. Por ejemplo, al observar los movimientos de la rama de un árbol en la granja, sostenía conversaciones con los estudiantes sobre cómo la rama representaba el universo, y de esta forma creaba una comprensión del ecosistema en su conjunto, mientras los alentaba a aprender de aquello que es más que humano, a través de formas radicales de escucha y experiencia de la naturaleza. Más adelante, estos ejercicios se convertirían en los fundamentos del programa pedagógico multidisciplinar del Jardín Maloka y de los modos de relacionarse y utilizar el espacio.

Melvino organizó algunas excursiones alineadas con la escuela ancestral. Como parte del proyecto, los estudiantes tuvieron una sesión de alfarería con arcilla sacada del río en Coco Viejo; una caminata por la selva de La Ceiba dirigida por un líder de la comunidad tucano, Delio Jesús Suárez, en la que aprendieron sobre las propiedades de diferentes plantas medicinales y se les pidió que pensaran en el bosque y la agricultura como un continuo ecológico; y una visita al Parque Cultural y Natural de Kenke, en la que se les explicaron diferentes tecnologías indígenas, desde la caza hasta la pesca. Con estas excursiones se pretendía despertar el interés de los alumnos por sus propios ecosistemas y ciclos alimentarios locales.

Sesión de alfarería en la comunidad de Coco Viejo. Foto: Juliana Steiner.

Los alumnos estaban cautivados con la construcción, las excursiones y las actividades. Llegaban temprano y se iban tarde, y cada uno encontraba su propio interés en actividades específicas: algunos querían que Melvino les contara más historias sobre los mitos de Mavecure, otros recortaban y dibujaban imágenes del mundo natural junto con Paris, mientras otros pocos saltaban al andamio para ayudar a Aparicio.

A partir de una de las actividades de los talleres de Paris, una bandera se convirtió en el símbolo de la obra y se ubicó en la parte norte de la construcción. En la última jornada, diez días después de haber puesto los pies por primera vez en Inírida, tuvimos un almuerzo comunitario para el cual la esposa de Melvino preparó un festín de platos locales: se sirvió ajicero, casabe y yucuta. Invitamos a estudiantes, profesores, padres y sabedores locales a unirse, y juntos discutimos las formas en las que esperábamos que este espacio recién construido sirviera a las necesidades de la comunidad. Queríamos destilar todo lo que había ocurrido durante nuestra estancia en Inírida. Por un lado, habíamos construido juntos una morada que se convertiría en el hogar de los estudios de etnobotánica de la escuela. Hablamos de la importancia de crear una relación más profunda con la naturaleza y de cómo las plantas medicinales y comestibles eran una forma de garantizar la soberanía alimentaria, así como un lugar para difundir el conocimiento local. Por otro lado, queríamos animar a los profesores a utilizarla como un aula que estimulara otro tipo de estructuras de aprendizaje a través de los programas pedagógicos adelantados por Paris, con la intención de modificar las estructuras desgastadas de aprendizaje.

Por último, pero no menos importante, se le dio el nombre de Jardín Maloka a la obra. El nombre era algo que habíamos pensado con los estudiantes desde que llegamos. Todos estuvimos de acuerdo en que debía representar los principios del espacio: la Maloka como expresión física del conocimiento que le permite a una comunidad vivir en armonía con la naturaleza, y Jardín a la manera de un juego de palabras que establece la gran selva tropical como una especie de jardín.

De nuevo en Bogotá

Cuatro meses después estábamos de vuelta en la capital, lejos de aquel lugar, entendiendo desde la distancia la evolución del Jardín Maloka y cómo se vivió su experiencia. Por medio de nuestras pantallas hemos visto cómo los alumnos aún tejen, preparan sustratos para la tierra, traen plantas medicinales de sus casas y han aumentado su curiosidad por el mundo natural. Sin embargo, algunos han dejado de responder a nuestros mensajes de WhatsApp; quizás han perdido la conexión a internet, o tal vez el interés. Otros responden y continúan nuestro diálogo en pantalla. También hemos percibido cómo han surgido tensiones en algunos momentos: mientras que Arlex impulsa una agenda dedicada, principalmente, al estudio de las plantas medicinales, Melvino desea continuar con las salidas de campo de los alumnos, pero se ve limitado por los recursos; a veces incluso suena derrotado.

Después de varias conversaciones con Melvino, Francy y Rudy, y de la inevitable perspectiva que trae el tiempo, creemos que esfuerzos futuros pueden estar dirigidos a sostener conversaciones con el Ministerio de Educación. Estas podrían, potencialmente, convertirse en los planos para incorporar a personas como Melvino —que enseñan desde la “educación propia”— en el currículo nacional o el sistema PEI (Programa de Educación Institucional). Muchas personas en Colombia presionan actualmente en la dirección de esta agenda, y creemos que el programa pedagógico que estamos desarrollando aquí puede servir como una guía para el propósito de avanzar en esta idea.

El paso del tiempo también me ha revelado las diferencias intrínsecas entre la planificación y la concepción de un proyecto y su realización efectiva. ¿Qué pasa cuando un proyecto se convierte en algo distinto de lo que se pretendía? Esta disonancia entre las expectativas y la realidad es un recordatorio de que el trabajo colectivo, basado en procesos, sufre altibajos en el tiempo. Se convierte en un vehículo que soporta tanto ideas como tensiones, en lugar de tener ideas fijas sobre cómo debe funcionar un espacio.

Al igual que un río y sus meandros, es la corriente la que dicta el curso, no el camino. Jardín Maloka se convierte en un lugar que se transforma a través de la vida diaria y de sus usuarios cotidianos. Son quienes habitan el espacio quienes determinan el uso que hacen de él. Esa es mi esperanza para el Jardín Maloka (o al menos mi esperanza en este momento).