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Nelly Richard

'Lo político en el arte' nombra una articulación interna a las prácticas creativas

01.10.2023

Nelly Richard

con Félix Suazo

Crítica, ensayista y autora de numerosas publicaciones; aunque no ha estado vinculada directamente a la docencia, la labor de Nelly Richard ha rendido un importante papel en la formación reflexiva de artistas y estudiosos de las artes en el continente. Sus respuestas son razonadas y elocuentes, especialmente las relacionadas con el feminismo, lo político en el arte y la universidad globalizada. En conjunto, su análisis traza un panorama de importantes asuntos de mucha vigencia.

Félix Suazo: ¿En este momento tienes algún vínculo con la pedagogía del arte?

Nelly Richard: No, no tengo ningún vínculo directo con la pedagogía del arte ni tampoco lo he tenido anteriormente de modo sistemático: nunca enseñé regularmente en una escuela de arte. En la Universidad de Arte y Ciencias Sociales ARCIS (de la que fui Vicerrectora de Extensión y Publicaciones durante 10 años), dirigí el Magíster en Estudios Culturales entre 2005 y 2013. El Magíster contenía un módulo sobre “Arte y política” que nos permitía revisar todo lo que había acontecido en Chile a partir del contexto de la dictadura militar y, en especial, la irrupción en él, a fines de los setenta, de una conjunto de prácticas reunidas bajo el rótulo de la “Escena de Avanzada”. Se trataba de prácticas transdisciplinarias (las artes visuales, el video, el cine, la poesía, la literatura, la sociología, etc.) que se caracterizaron por su experimentalismo neovanguardista y su reconceptualización audaz de los soportes y formatos, de las técnicas de producción artísticas, incluyendo al cuerpo (la performance) y la ciudad (las intervenciones urbanas) para alterar el cotidiano regimentado de una sociedad autoritaria y represiva.

Brigada Laura Rodig: Acción Marcha 8M (8 de marzo, 2020), Santiago de Chile. Cortesía: Brigada Laura Rodig.

Mi experiencia más reciente de una reflexión compartida en torno a las problemáticas del arte es la que practiqué con el Grupo de Estudios de la Cátedra Políticas y Estéticas de la Memoria que se inauguró en 2017 y que dirigí durante tres años. Fue una experiencia muy valiosa por varias razones. Primero, co-coordinamos el Seminario con Ana Longoni, en ese entonces directora del Programa de Actividades Públicas del Museo: una interlocutora muy cercana y valiosa que ha realizado un trabajo destacadísimo sobre vanguardias y políticas en Argentina. El Grupo de Estudios –cuya modalidad de trabajo era la de un Seminario (entre presencial y a distancia)– estaba compuesto por integrantes (académicos, teóricos, artistas, activistas) que provenían no solo de España sino de distintas regiones de América Latina: esto nos permitió revisar los temas de memoria traumática en contextos de postdictadura y su elaboración a nivel de reflexiones teóricas y de prácticas artísticas, atravesando distintos contextos que guardan similitudes pero también expresan diferencias.

Revisamos muchos textos para compartir preguntas sobre: el estatuto del cuerpo y la imagen como materia sensible y su capacidad de “afectar” a la sociedad en un mundo de indiferenciación capitalista que borra el valor de la experiencia; la función del registro y de los archivos como mecanismos de conservación-reactivación de las huellas de la memoria.

(...) Los procesos transicionales y sus lógicas político-institucionales de desactivación de los conflictos y antagonismos del pasado para integrar el cuerpo social a un consenso liso; la tensión entre memorias de la catástrofe (memorias convulsas, latentes, fisuras, incompletas) y las tecnologías neoliberales de administración de un presente plano que busca desmaterializar la historicidad social, etcétera.

¿Qué relación encuentras entre arte, feminismo y educación?

Mis primeros acercamientos al feminismo fueron en los ochenta. En aquellos años, las organizaciones de mujeres desempeñaron un rol muy activo como plataforma ciudadana de lucha antidictatorial, reivindicando el rol del feminismo como movimiento social. Con la reapertura democrática en 1990, se empezaron a formalizar programas de estudios de género en las universidades chilenas, en los que el feminismo se abordaba sobre todo desde la sociología y la antropología de la mujer. Y, al mismo tiempo, se dispersó la fuerza agitativa del feminismo como movimiento social con el reciclaje de las políticas de género en términos de ministerios y políticas públicas.

Este silenciamiento del feminismo encubierto por la neutralidad del término “género” duró más de treinta años, hasta la revuelta feminista de mayo 2018 en Chile. Desde que empecé a trabajar sobre feminismo, en los ochenta, siempre he insistido –hasta hoy– que el feminismo es, por un lado, un movimiento social (cuya importancia no ha dejado de expandirse en los últimos años a nivel internacional y, en particular, latinoamericano) y, por otro lado, una teoría crítica, es decir, un corpus de saberes y perspectivas de conocimiento que han reformulado el pensamiento contemporáneo debido a sus cruces inéditos entre subjetividad, política, cultura, sexualidad y género. Si bien siempre han existido –y siguen existiendo– algunos prejuicios de parte de un cierto feminismo militante en contra de la teoría (unos prejuicios que se construyen sobre la –falsa– dicotomía entre lo abstracto-masculino (el orden del concepto, del discurso y de la razón) y lo concreto-femenino (la vida cotidiana y las luchas diarias contra la opresión sexual; el cuerpo y su mundo sensible de los afectos), considero que la teoría es un instrumento indispensable para el feminismo. La teoría es lo que forma conciencia acerca del carácter discursivo y representacional del orden binario que usa los signos ‘hombre’ y ‘mujer’ para inscribir en la superficie de los cuerpos propiedades y atribuciones de carácter ideológico-sexual.

Sin la teoría feminista, el feminismo no tendría cómo rebatir la metafísica de las identidades originarias y su naturalismo sexual, ni tampoco sabría cómo desmontar los artificios de representación que programan los roles de sujetos atados a un esencialismo del cuerpo. Considero, por lo tanto, que la teoría y la crítica feministas deben ser parte de cualquier programa académico, ya que sirve, además, para cuestionar los fundamentos androcéntricos del conocimiento que se declara superior en nombre de lo universal, ocultando así sus deformaciones patriarcales y coloniales. La teoría y la crítica feminista están hechas para, dentro de la universidad, cuestionar las jerarquías del saber y la normativización de las disciplinas.

Brigada Laura Rodig: Proyección. Santiago de Chile. 29 de marzo, 2020. Cortesía: Brigada Laura Rodig.

Al referirte a las "estrategias sociales y comunicativas de inserción directa del arte en la comunidad", en una entrevista publicada en Infobae en 2022, decías que "al igual que Rancière, desconfío un poco de la fe ciega en 'el modelo pedagógico de la eficacia del arte' como si existiese una cadena lineal de causa y efecto entre la (buena) intención del autor, la transmisión explícita del mensaje políticamente comprometido y su repercusión masiva en la sociedad" . ¿Sigues pensando lo mismo?

Existe toda una discusión en torno a qué entender por “arte político” o bien a preguntarse si es lo mismo hablar de “arte y política” que de “lo político en el arte”. Yo tiendo a creer que cuando se habla de “arte y política”, se establece una relación de exterioridad entre la serie-arte (un subconjunto de la esfera cultural) y “la política” como contexto histórico-social con la que el arte entra en relación de diálogo, conflicto o enfrentamiento. Mientras tanto, “lo político en el arte” nombra una articulación interna a las prácticas creativas que reflexiona críticamente sobre cómo se formulan las operaciones estéticas en tensión con lo real-social y sus hegemonías de representación, para desmontarlas a través del lenguaje, la significación y la figuración. La relación entre arte y política tiende a buscar una correspondencia entre “forma artística” y “contenido social” (como si este último fuese un referente ya dispuesto y consignado que la obra debe tematizar), mientras que “lo político en el arte” descarta esta correspondencia entre forma y contenido como una relación ya dada para hacer interrogar la significación poniéndola en suspenso.

Brigada Laura Rodig: Acción pañuelos en el piso. Santiago de Chile, 25 de noviembre, 2020. Cortesía: Brigada Laura Rodig.

Hemos asistido, durante los últimos años, a una proliferación de obras de intervención pública que cifran su condición de “arte político” en la vinculación comunitaria, apostando a la gestión socio-cultural de mecanismos asociativos-colaborativos que incorporen el contexto a la obra. Es cierto que varias de estas obras poseen una eficacia comunicativa al fusionarse con su ambientación social y política, renunciando incluso a las marcas de especificidad-diferencialidad que proceden del campo del arte para fusionar el público con lo público. Lo vivimos en Chile durante la revuelta, comprobando el fervor popular de la agitación y la participación, de la presencialidad de los cuerpos mediante su “estar juntos” como eje de convergencia de “lo común”. Para denunciar y protestar en contra del sistema dominante haciéndose eco del reclamo de las identidades negadas postergadas, marginadas, reprimidas o suprimidas. Pero para Rancière —y concuerdo con él— el valor emancipador del arte —de aquel arte que estimula la subjetividad crítica del espectador— depende no del contenido literal de los mensajes de protesta y denuncia que declaman las obras sino del tipo de operaciones (materiales, simbólicas, figurativas) mediante las cuales el arte es capaz de problematizar el sistema de la representación: de introducir descalces en su interior para evitar la identificación pasiva —por vía de la mímesis— de una mirada sujeta a un contenido predeterminado incluso cuando se trata de un contenido políticamente contestatario y reivindicativo que posee una justificación moral. La apuesta de Rancière no es a la asociación de contenidos entre el arte y la política sino a la disociación entre forma y significación para combatir así el supuesto de la “visión romántica de la verdad (de la obra) como no-separación”. Ahí se jugaría el arte como “disenso” en tanto ruptura y salto de la percepción y la conciencia en la relación imagen-mirada: la crítica, la estética y la ética tendrían que ver con potenciar la capacidad de juicio tomando a los signos como material sobre el cual deliberar.

Brigada Laura Rodig: Alto al patriarcado. Acción camino a la Huelga. Santiago de Chile, 8 de marzo, 2020. Cortesía: Brigada Laura Rodig.

En un texto presentado en el Seminario Investigación en Cultura: universidad, políticas públicas y convergencias (Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, la Casa Central de la Universidad de Chile, 16 de diciembre de 2015) cuestionabas la aparente neutralidad de los conceptos de ‘calidad’, ‘excelencia’ y ‘productividad educativa’, y decías que el "arte y los saberes humanísticos sufren la desvalorización del «capitalismo académico»". ¿En qué momento la academia dejó de valorar el arte y los saberes humanísticos?, ¿cómo revertir esa situación?

Todo esto es parte de un proceso general que, bajo el nombre de “capitalismo académico” apunta a una serie de transformaciones que modificaron sustancialmente tanto el rol mismo de la universidad como la relación entre universidad, sociedad y mercado. La universidad globalizada ha sido intervenida por lógicas de mercantilización y tecnologización del conocimiento que apuestan a la productividad y rentabilidad del saber aplicado a través de nociones falsamente neutrales como “calidad” o “excelencia”, que son nociones autorreferenciales, sin relaciones de contexto.

Estas lógicas mercantilizadoras y tecnologizadoras van en desmedro de la cultura humanística —un campo minorizado, feminizado— que no satisface las reglas de valoración de los conocimientos prácticos que se integran fácilmente a intercambios utilitarios: unos intercambios puestos al servicio del mercado de competencias según el código capitalista. Hay todo un léxico dominante hoy en las universidades tecnocratizadas que mide la performatividad del saber a través de rankings que premian la publicación de artículos indexados —con sus abstracts en inglés— que, por ejemplo, se muestra completamente incompatible con la historia del debate de las ideas que, en América Latina, se elaboró culturalmente en la lengua del ensayo. Sobre todo desde América Latina, me parece indispensable revisitar la memoria del ensayismo crítico, de la crítica cultural, como aquello que atravesó las fronteras disciplinarias para instalarse en el campo de la política, la estética y la cultura, tal como consta en las revistas culturales independientes que tuvieron un protagonismo tan destacado en nuestros países.

Dentro de la universidad, las humanidades, el arte y el pensamiento crítico son indispensables para ofrecer resistencia a la tendencia hegemónica a que el conocimiento se subordine a la dominante económico-productiva del capitalismo neoliberal, estimulando la imaginación en torno a nuevas configuraciones sensibles que nos hagan meditar sobre la subjetividad, el lenguaje y la representación. Hace falta que el pensamiento crítico no se rinda frente a las clasificaciones y regulaciones del saber de la globalización académica que busca disciplinar tanto el conocimiento como las prácticas de lectura y escritura. Pero, además, el pensamiento crítico debe ser capaz de entrecruzar el adentro de la universidad con sus afueras: desde las luchas por la democracia hasta el movimiento feminista y la resistencia cultural que ofrecen numerosos colectivos artísticos.