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Educación desde el museo como estrategia resonante

01.02.2023

por María Victoria Guzmán

¿Existen estrategias pedagógicas que disloquen a los museos de arte para dejar atrás su vocación como dispositivo civilizador y se conviertan entonces en instituciones de reparación, arraigadas en sus territorios e historias?

Antropoceno, metacrisis, degradación ecológica; no importa el nombre, hoy vivimos en tiempos de crisis múltiples, entrelazadas y profundas. En un contexto de polarización, desesperanza y duda, ¿qué rol pueden jugar el arte y la educación? En el presente recorrido reflexionaré sobre la importancia de ambos a la hora de buscar salidas al fatalismo neoliberal que tan bien capturó Frederic Jameson con su frase “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.

Una invitación a un cambio de paradigma para explorar cómo las prácticas educativas y el arte contemporáneo pueden convertirse en herramientas de convivencia y reparación en un mundo profundamente dañado por fantasías de progreso ilimitado y la extracción despiadada de sus recursos.

Situándome en el contexto de Chile, un país que busca nuevas historias mientras atraviesa un proceso constitucional liderado por su gente, me preguntaré cómo las relaciones de aprendizaje colaborativo dentro de los museos pueden contribuir a recomponer los marcos comunes para vivir juntos a través del parentesco (kinship) y la imaginación; y qué pueden aportar los objetos y las prácticas artísticas —ya sean artefactos estetizados o prácticas y rituales cotidianos—, a esa tarea. ¿Existen estrategias pedagógicas que disloquen a los museos de arte para dejar atrás su vocación como dispositivo civilizador y se conviertan entonces en instituciones de reparación, arraigadas en sus territorios e historias? ¿Cómo podrían estos comprometerse activamente con combatir/remediar(?) la desigualdad socioeconómica, el daño medioambiental y la falta de narrativas significativas que provocaron la revuelta social más grande de la historia chilena reciente?

Un país en las ruinas del capitalismo

El 18 de octubre de 2019 algo inusual ocurrió en un largo país al extremo del Sur global: un aumento del precio del transporte público de 30 pesos (USD 0,03 aproximadamente) mutó inesperadamente en un estruendoso estallido social. Comenzó en Santiago, la capital, y rápidamente se extendió a todo el país; en cuestión de horas, cientos de miles de manifestantes se volcaron a la calle, se incendiaron estaciones de metro y el ruido inconfundible de cacerolazos se levantó al caer la noche.

El presidente Sebastián Piñera se declaró en guerra frente a un "enemigo poderoso e implacable", impuso toques de queda y envió a los militares a las calles, creando inquietantes paralelos con los años de dictadura militar. Pero nada fue suficiente para contener el imparable flujo de un dique inesperadamente quebrado. El país se paralizó durante meses: se suspendieron clases, se cancelaron foros internacionales (como COP25 y APEC), las carreteras se vieron constantemente bloqueadas por manifestantes. Durante semanas se protestó por todas partes, a todas horas, junto a un sinfín de cabildos autoconvocados por activistas ecológicos, estudiantes, grupos contra la privatización de la salud y pensiones, sindicatos, profesores, feministas. ¿Qué había sucedido en Chile, un país relativamente pacífico, ampliamente considerado como una excepción a la inestabilidad latinoamericana?

Como exclamaron las y los manifestantes, Chile había "despertado". ¿A qué? La respuesta estaba tatuada en la piel de la calle: "No son 30 pesos, son 30 años", coreaban, en alusión a los 30 años de la constitución que impuso la dictadura militar de Augusto Pinochet. Descrita como una "constitución económica" [1], impuso uno de los sistemas neoliberales más intensos del mundo. Las pensiones, el medioambiente, la salud, la educación, la vivienda: todo fue colonizado por el mercado, generando dolorosas desigualdades.

Así como el estallido no se debió "solo" a una subida de precios, tampoco se trató "solo" sobre la redistribución del capital. Porque el neoliberalismo no solo afecta el acceso a bienes y servicios económicos (algunos de ellos fundamentales), sino también a la forma en que hacemos sentido del mundo, vinculando el ideal de una "buena vida" a un trabajo interminable y a una optimización sin fin para el consumo y el progreso. Al mismo tiempo, las revoluciones industrial y digital han erosionado la relación con nuestros cuerpos y entornos, y han afectado nuestra atención y relación con nosotras y nosotros mismos, con los demás y con el mundo más-que-humano [2]. En ese sentido, el estallido chileno no fue solo una crisis económica, fue también una crisis de legitimidad y sentido que no es exclusiva a Chile, sino que refleja y replica problemas y desafíos globales. Hoy existe una sensación generalizada de que nos encontramos en un momento de transición, en el que algunos despiden la modernidad [3] mientras otras y otros ya están buscando dar a luz a nuevos mundos posibles [4].

En este punto son muy esclarecedoras las reflexiones de Anna Tsing (2015), para quien hoy nos encontramos en las "ruinas del capitalismo": una realidad precaria e inestable, devastada por la crisis climática impulsada por el extractivismo y el mercantilismo extremos. Inspirada en la observación de los hongos matsutake, que crecen en territorios arruinados por el monocultivo de madera, Tsing descubre nuevas formas de vida que emergen e incluso prosperan en esos entornos perturbados.

Así, el estallido social chileno no es más que otro ejemplo de un sistema ecológico y social ruinoso, pero en el cual, al igual que con los hongos matsutake, aparecen sorprendentes ecologías. Si miramos con atención, ofrece un conjunto alternativo de historias, deseos y pulsiones que desafían los monocultivos del neoliberalismo.

No es de extrañar que un grito muy repetido en las protestas de 2019 fuera que "otro fin del mundo es posible". Siguiendo las ideas de Foucault, donde encontramos poder, encontramos resistencia, quizás podamos aprovechar una corriente similar; un destello de optimismo en contraste con la desesperanza de Jameson, de la cual el sistema se aprovecha para cimentar su poder simbólico. El mandato divino de los reyes también alguna vez pareció ser ineludible; es a través de actos radicales de imaginación y resistencia que una vez más podemos transformarnos y salir de la trampa de lo inimaginable.

¿Qué se pide a los museos en estas circunstancias? En medio del caos, la esperanza y el miedo a un movimiento popular tan espontáneo y sin líderes, un rayado en la pared del Museo Nacional de Bellas Artes los interpelaba directamente: "Creeré en el arte cuando esté hecho para el pueblo". Los museos no estaban exentos de los reclamos por mayor distribución del poder y pluralismo. No es, por cierto, la primera vez que se los critica: de hecho, han recibido una buena cantidad de críticas en las últimas décadas, por parte de académicas decoloniales, feministas, antirracistas, queer e incluso ecologistas. Pero en la última década, el llamado ‘giro educativo’ en la curaduría ha ofrecido cierta esperanza para las prácticas enraizadas y contextualizadas, que han buscado convertir a los museos en aliados y colaboradores de sus comunidades para pensar juntos, no solo los retos a los que nos enfrentamos, sino también posibles salidas y vías de escape al sistema neoliberal [5].

Museo Bellas Artes durante estallido social, Chile (2019). Fotografía: Benjamín Matte. Cortesía: María Victoria Guzmán.

Es precisamente el arte el espacio para encuentros sensibles y abiertos, capaz de articular alternativas de nuevos futuros y posibilidades, construidos colectivamente entre museos, sus trabajadores y visitantes, creando las condiciones para que nuestra sociedad se reencuentre con un mundo común perdido. A través de pequeñas acciones locales y territorializadas, y usando el arte contemporáneo como agente y herramienta, quizás estas instituciones puedan enhebrar nuevas narrativas para un mundo en cambio, gatillar instancias de imaginación radical y crear nuevas ecologías de saberes localizadas [6].

Si pensamos la educación dentro de los museos como un espacio fructífero para la acción micropolítica, estas pequeñas comunidades educativas podrían comprometerse con acciones que desestabilicen nuestra obsesión por la novedad, el progreso y la optimización para centrarse en estrategias resonantes, prácticas arraigadas y marcos cuidadosos.

La educación: de la burocracia al laboratorio, de lo privado a lo común

En 2008 la curadora Irit Rogoff bautizó como ’giro educativo’ a una serie de prácticas emergentes que parecían prometer una relación más horizontal y transformadora entre museos y comunidades. Desde entonces, los proyectos centrados en la pedagogía radical, la estética relacional y las prácticas comunitarias se han hecho cada vez más frecuentes. Aunque este "giro" ha sido criticado, inesperadamente, por quienes trabajan en departamentos educativos [7], mucha/os reconocen que la educación en museos y galerías tiene el potencial de ofrecer agencia individual y transformación comunitaria. Si creemos que el arte puede catalizar reflexiones y debates, es justamente de mano de los departamentos educativos, la verdadera zona de contacto y fricción de los museos, donde estos aparecen. Al crear zonas de disenso y diálogo complejas, ambiguas y abiertas, las áreas de mediación y educación son capaces de pensar nuevas formas de existir en el mundo que van más allá de los ideales modernos, al tiempo que coproducen nuevos saberes colectivos [8]. Aceptar la inestabilidad y los resultados inciertos, así como reconocer la importancia de una polifonía tanto de los públicos como del personal museístico, puede redefinir lo que significa un museo y su colección, involucrando a quienes aportan sus propios conocimientos y experiencias fuera del canon tradicional, dando lugar a un espacio verdaderamente emancipador [9].

El arte se transforma así en trampa y agente, capaz de sensibilizar, conmover y desafiar. El antropólogo Néstor García Canclini se refiere al arte actual como un ‘arte inmanente’: un objeto o acción que juega con los hechos, con lo que podría o no podría suceder, insinuando nuevos significados y significantes [10]. Así, en las obras de arte interdisciplinarias e interculturales de hoy podemos encontrar una oportunidad para explorar nuevos conocimientos que van más allá de las ciencias "duras", y que podrían generar nuevas comprensiones contextualizadas y localizadas de la sociedad contemporánea; así como imaginar y jugar con mundos alternativos, convirtiéndose en una herramienta de agencia y resistencia. Asimismo, la idea de "arte para el pueblo" podría ampliarse para compartir cómo la idea de lo "popular" en América Latina ha sido utilizada tanto por los grupos hegemónicos para diferenciarse a través de las ideas de "alta" y "baja" cultura, como por grupos históricamente marginalizados para reclamar y resignificar rituales, tradiciones y expresiones artísticas cotidianas.

Por último, las teorías que se enfocan en el cuidado, la restauración, y la convivencialidad son centrales en cualquier proyecto educativo y artístico hoy [11]. Siguiendo a Eve Kosofsky Sedgewick, es quizás el momento de desembarazarnos de la anestesiante hermenéutica de la sospecha para avanzar de las lecturas paranoicas, que prefieren insistir en la miseria y la desesperanza, a las prácticas reparadoras, que se enfocan en cambios nutritivos y transformadores [12].

Las estrategias de mediación de los museos en Chile podrían convertirse en un ejemplo de prácticas reparadoras en un contexto de ruinas, pasando de la emergencia, en la cual nos enfrentamos a una cadena de crisis cada vez mayor, a la urgencia, comprender los problemas, unir fuerzas y avanzar [13]. En otras palabras, pasar de lo que debemos oponernos a lo que queremos imaginar. Aquí, las ideas de Illich en torno a las ‘herramientas convivenciales’ —que fomentan la autorrealización, la responsabilidad y la interdependencia, en contraste con las que aumentan la dependencia y la explotación en la sociedad moderna actual—, pueden aplicarse de forma fructífera a las prácticas pedagógicas [14].

Algunos ejemplos de este tipo de prácticas los encontramos en cómo el equipo del Museo de la Solidaridad Salvador Allende optó por los tiempos de la comunidad —que requieren procesos largos para generar confianza, empatía y verdadera colaboración—, por sobre los de la institución, privilegiando así la realización de huertos y bordados como espacios privilegiados para tejer mundos en común [15]. Otro ejemplo es la forma en que el Museo de Arte Contemporáneo pone énfasis en el cuidado de sus constituyentes con Jornadas de Concientización del VIH que mezclan pruebas rápidas y diálogos en torno a obras de su colección relacionadas a dicho tema. También su proyección de la conversación y la escucha activa con apuestas como el podcast Irrupciones en el MAC. Por último, el Museo de Artes Visuales lleva años trabajando una extensa red de instituciones colaboradoras, primando la asociatividad para generar actividades más transversales y resonantes.

Hoy vivimos momentos de cambios radicales, horizontales y plurales, ante los cuales, como país, es necesario pensar nuevas maneras de construir comunidad para convivir con lo humano y más-que-humano. La educación desde el arte puede aportar a ello, gestando actos comunitarios de imaginación y esperanza profundos que opten por reparar, cuidar, y co-construir un mundo común [16].

La necesidad de prácticas reparativas que vayan más allá de identificar el veneno para enfocarse en la convivialidad, y la práctica localizada, enraizada, nutritiva, emancipadora y contextualizada ofrecen, quizás, la mejor herramienta para buscar salidas del laberinto neoliberal.