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Simón Rodríguez

El maestro desnudo

21.02.2022

por Tomás Straka

¿Qué traía en la cabeza el maestro errante y desnudo? Una vasta reforma educativa, mucho mayor que la que había propuesto en Caracas antes de partir (ya nos detendremos en eso), y que además recogía sus años de viajes, clases y lecturas (...)

Notas sobre Simón Rodríguez, Latinoamérica y su desabrigo

El binomio no podía ser más prometedor y sin embargo no pudo haber fracaso más rápido. Antonio José de Sucre, presidente de la recién creada Bolivia, y Simón Rodríguez, Director de Enseñanza Pública (lo que lo hace uno de los primeros ministros de educación de la historia) no lograron ponerse de acuerdo en nada. En solo seis meses, Rodríguez renunciaría airado, para alivio del Mariscal Sucre. El episodio, que en sus biografías no pasa de ser visto como algo más o menos anecdótico, es sin embargo de los más emblemáticos en la historia latinoamericana. A lo largo de este recorrido explicaremos por qué.

Rodríguez quedará “errante y desnudo”, como diría en una carta, después de la renuncia. Sucre, por su parte, no saldrá mejor del ensayo boliviano: un par de balazos en el brazo derecho, un alzamiento y el peligro de la anarquía también lo hicieron renunciar dos años después. Pero más allá del choque entre los caracteres del maestro y el mariscal -que ha ocupado a mayor parte de los historiadores- el núcleo del problema está en algo mucho más grande y complejo: la fundación de un orden moderno en Hispanoamérica. Cada uno a su modo, cifró su vida a ese propósito. Y por eso sus fracasos —el del proyecto robinsoniano1 en Bolivia fue solo uno— abarcan un radio bastante más grande que el de sus trances personales. Nos aproximaremos a Rodríguez en esa clave. Sus ideas podrán haber sido muy originales, sorprendiéndonos aún hoy; sus aventuras y su humor lo hacen un seductor, un poco pintoresco, pero su verdadera dimensión solo puede ser vista desde lo que soñó, y de la seriedad y el compromiso con los que asumió su realización.

Rodríguez anduvo “errante y desnudo” por llevar sus ideas a la práctica de forma radical. Desnudo, como veremos, en la acepción de pobre, y desnudo también en la más literal de quitarse la ropa, como lo hizo, según se cuenta, en tributo a su pedagogía. A través del maestro desnudo, entonces, trataremos de entender a un continente y sus escuelas, que dos siglos después parecen seguir sin abrigo.

Dios nos libre de ignorantes y de tontos

Es fácil seguir el pleito entre Rodríguez y Sucre porque ambos dieron cuenta del mismo a Simón Bolívar. Colocados en sus respectivos cargos por decisión personal de este, ambos sintieron que debían darle explicaciones de lo sucedido. No obstante, fue en una carta al General Francisco de Paula Otero, fechada en Lima el 10 de marzo de 1832, en la que Rodríguez nos hace el recuento más amplio: “fui a Cochabamba en marzo del 26 por orden de Sucre, y fueron tantas las necedades, las persecuciones y los informes anónimos de Jámes y del clérigo, que Sucre me desairó y tuve que abandonarlo todo”. Desde entonces, afirma, “ando errante y desnudo”. A lo que agrega: “Dios nos libre de ignorantes y de tontos”. Dos frases extraordinarias, incluso para un hombre que fue muy prolífico de ellas, y que abonan al cliché del genio incomprendido con el que suele despacharse el episodio. Hubo de eso, sin duda, pero las cosas estuvieron lejos de ser tan simples.

Antes que nada, Sucre no fue precisamente un tonto ni un ignorante. Se trataba del mejor general del Ejército Libertador, y no solo por sus cualidades tácticas, que se mostraron sobresalientes, sino por su eficiencia administrativa y por ser, de lejos, uno de los más cultos. En una época llena de conspiraciones y golpes, casi siempre se mantuvo apegado a las leyes y al civilismo. Cuando le tocó gobernar evitó a toda costa caer en la tentación de la dictadura, muy alta en medio del desorden que tras la guerra se extendió de las pampas a California. Visto en la posibilidad de que se le considerara para dictador en Colombia, prefirió renunciar (cosa que no le creyeron sus enemigos, quienes prefirieron pegarle un balazo). Debido a su actuación en las negociaciones de los Tratados de Trujillo de 1820, a Sucre se le considera uno de los precursores del Derecho Internacional Humanitario, cuyos principios de clemencia aplicó muchas veces, como en la famosa Capitulación de Ayacucho.

De modo que cuando Rodríguez afirma que hubo de enfrentarse con ignorantes y tontos, no podemos leer esto —como tal vez él mismo lo leyó— como un enfrentamiento limitado a funcionarios y sacerdotes anticuados, que no lo entendían. Es verdad que una parte del asunto se trató de eso, pero vemos que dos hombres con un pensamiento similar podían entrar en profundos desacuerdos en cómo llevar las cosas. Además, también hay que oír a Sucre: según afirma, no había modo de que Rodríguez siguiera las normas, diera cuenta de los recursos que se le confiaron, de que no se peleara con medio mundo. Sus actuaciones anteriores y posteriores hacen pensar que estos señalamientos son al menos verosímiles.

Esa personalidad fue en gran medida la causante de su errancia y de su desnudez, pero también nos dice cosas de toda la región: si quienes propugnaban por establecer la modernidad tenían dificultades para apegarse a la nueva institucionalidad, ¡qué esperar del resto! La biografía del errante nos dice algunas cosas al respecto.

Errante

Todo había comenzado tres décadas antes, en 1797, cuando Rodríguez aún era el maestro de la Escuela de Primeras Letras de Caracas, y decidió salir abruptamente de Venezuela. Ya no volvería más. Se especula que estuvo implicado en la llamada Conspiración de Gual y España, o intento de revolución bastante radical develado aquel año en Caracas y La Guaira. Pero es también muy probable que el motivo estuviera en su muy infeliz matrimonio (Jantipa, “para que no le falte nada socrático”, llamará Bolívar a su esposa). Además, por aquella época ocurrió lo que sospechamos fue una enorme crisis familiar, en medio de la cual renunció a su primer apellido: Carreño. Vale recordar que era hermano del músico Cayetano Carreño, y por tanto tío de Manuel Antonio Carreño, el autor del famoso Manual de Urbanidad, y tío abuelo de la pianista, compositora y empresaria Teresa Carreño.

Vivió los siguientes años bajo la identidad de “Samuel Robinson”. Tres décadas de trotamundos, especialmente en Estados Unidos y Francia. Fue profesor de idiomas, impresor, traductor y varios oficios más. Con los ojos tragó todo lo que tuvo a su alrededor y todos los libros que cayeron en sus manos. De modo que cuando en 1823 decidió regresar a América, ya era un señor de mediana edad, lleno de experiencias, tal vez con más dudas que respuestas sobre lo que había pasado en Europa, pero con unas cuantas ideas sobre lo que se podía construir en América. Para entonces, el más célebre y probablemente querido de sus alumnos, Simón Bolívar, era el hombre más poderoso del continente y líder de una vasta revolución, tal vez la más democrática y liberal que quedaba en el mundo después de Waterloo. Mientras Europa buscaba —o era empujada por la Santa Alianza a— la moderación, las ideas de igualdad, educación popular, democracia y abolición de la esclavitud tenían en Bolívar un portavoz. Son los años en que todos los revolucionarios de Europa lo ven como un ídolo y sueñan con ir a apoyarlo en su revolución. Robinson fue uno de ellos. No le importaba cubrir su desnudez, aunque la posibilidad de un empleo lo entusiasmaba. Quería detener su errancia y evitar la de las nuevas repúblicas.

Inventar

¿Qué traía en la cabeza el maestro errante y desnudo? Una vasta reforma educativa, mucho mayor que la que había propuesto en Caracas antes de partir (ya nos detendremos en eso), y que además recogía sus años de viajes, clases y lecturas. Dos conclusiones son el eje de su proyecto: primero, que es un error creer que los modelos europeos son replicables en la región, sin atender a su especificidad (es algo en lo que su pensamiento empalmaba con el de Bolívar). Y, segundo error, creer que en Europa las cosas están muy bien. Quien había visto el ocaso de la Revolución Francesa, la arremetida restauracionista y las turbulencias de la sociedad industrial, estaba lejos de creer que la “traficomanía” y el “cada uno para sí, y Dios para todos” (ambas frases las usa), fueran un buen modelo a seguir. Debíamos inventar otro, uno propio. Es la tesis que resumirá en Sociedades americanas en 1828, con un apotegma que se ha hecho célebre:

Dónde irémos a buscar modelos?...
—La América Española es orijinal ═ orijinales han de ser sus Instituciones i su Gobierno
═ i orijinales los medios de fundar uno i otro.
O Inventamos o Erramos.

Acto seguido, nos informa de qué habla con eso de errar:

…Error se toma aquí, por todo lo que significa errar ═

no dar con el punto o con el fin
no tener lugar fijo
que es desviarse
vagar
falso concepto

El deseo de invención se ve desde el mismo diseño de la escritura. La sustitución del texto corrido por esquemas llenos de corchetes, no solo habla del tipógrafo que fue, sino también de otra forma de organizar las ideas. Para quien tiene formación pedagógica, parecen más bien guiones de pizarrón, en los que preparaba cosas que después desarrollaría en clase (o al revés, que son cosas que desarrolló en una pizarra y transcribió). De hecho fue allí, en la pedagogía, donde vio las mejores oportunidades de inventar cosas capaces de liberarnos de la errancia. Del error.

El maestro desnudo

¿Qué pedagogía podía salvarnos del error? Y, más aún, ¿qué podía hacer realmente un maestro desnudo, como estaban casi todos los de la región? Nunca la profesión de docente había sido bien pagada, como lo comprobó una y otra vez en carne propia.

En sus Consejos de amigo al Colejio Latacunga, de 1851, hizo uno de los primeros llamados a la seguridad social del magisterio, para que “no se tome/vocación…por…INSPIRACIÓN,/ni el hambre! por llamamiento al Majisterio”, y para que en la vejez no terminen los educadores en un hospicio de desharrapados. Y ya en su extraordinario “Estado actual de la escuela y nuevo establecimiento de ella”, elevado al Ayuntamiento de Caracas en 1794, habló sobre la poca estima de los educadores, a los que se les pagaba con cualquier cosa, en el entendido de que cualquiera podía ejercer la profesión.

Maestros bien formados, razonablemente pagados, con cierta seguridad para su vejez y sus familias, habrían de ser la base de la gran transformación social que soñaba para las nuevas repúblicas. No estaba inventando mucho: quien fue uno de los primeros ministros de educación de América Latina, al cabo estaba repitiendo el modelo del primer país que había tenido un ministerio de educación, Prusia. Pero la similitud no iba mucho más allá: esos maestros, ¿qué clases darían? ¿Con qué pedagogía las impartirían? Rodríguez en este punto se alinea con las grandes ideas de la pedagogía ilustrada. En su informe de 1794 pide una escuela con recursos, programas y maestros como, al menos, los de Madrid; sin embargo, en las clases particulares que dictaba era bastante más radical, al menos según lo recordaba Bolívar cuando lo llamó el “Sócrates de Caracas”, el “maestro que enseña divirtiendo”. Hay una anécdota que se ha repetido muchas veces: en 1839, fue visto desnudo en su escuela de Valparaíso, esta vez literalmente, mientras daba una clase de anatomía. La anécdota debe verse con toda la prevención de algo que vio alguien que le contó a José Victorino Lastarria, quien a su vez se lo refirió a Augusto Orrego Luco, quien fue el que la puso por escrito en sus Retratos (1917), de donde lo tomaron varios y han repetido todos sin citar la fuente. Lo de estar desnudo parece demasiado, incluso para los estándares de Rodríguez, pero puede tener una base real (a lo mejor quedó en paños menores), en su deseo de fomentar una educación activa, basada en la experiencia y el sentido crítico.

El culto bolivariano ha reducido a Rodríguez, como a Andrés Bello, al solo papel de “maestro del Libertador”. Fue mucho más, como llevamos visto, pero en su caso la relación tuvo una importancia fundamental. Mientras Bello forjó en Londres y Chile un prestigio propio, fue Bolívar quien sacó a Rodríguez del anonimato, acogiéndolo en Colombia (la hoy llamada Gran Colombia) y recomendándolo a Sucre para dirigir la educación de Bolivia. Los aprendizajes del “Sócrates caraqueño” no fueron solo intelectuales para Bolívar, sino también morales. Cuando a los doce años el huérfano díscolo, que no se llevaba bien con el tío al que lo habían encargado, escapó de su casa, pidió irse a vivir con su maestro. Nueve años después, cuando el discípulo era ya un jovencísimo viudo, se encuentran en Viena y recorren juntos Francia e Italia. Una vez más, es un soporte emocional en un momento de crisis y un guía para sus inquietudes. No en vano, fue en el contexto de aquellas largas conversaciones que se dio el manifiesto en el Monte Sacro.

No es de extrañar, entonces, que nuestro “Sócrates” haya regresado en 1823. Lo que Bolívar dice en la hermosa carta que le envió al enterarse (“Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso”), era un plan que quería extender a toda la América Española. Formar niños inquietos y activos, críticos y capaces de pensar por sí solos; desterrar la palmeta, restringir los latines, dotarlos de oficios para ganarse la vida, abrir las escuelas a todos, sin importar su clase social ni su género, en lo que llamó la educación popular; organizar un cuerpo docente bien formado, razonablemente pagado, que gozara del respeto de la sociedad. Sentar, en suma, las bases de un nuevo pueblo.

Ya sabemos lo que pasó en Bolivia. Su prometedor binomio con Sucre se fue a pique muy rápido, y las errancias —la suya como maestro desnudo, y la de la educación republicana que quiso evitar— continuaron. Los últimos veintiocho años de su vida volvieron a ser de trotamundos, ahora entre Chile, Perú y Ecuador. Publica entonces sus obras, en particular las dos fundamentales: Luces y virtudes sociales (Valparaíso, 1840) y la versión definitiva de Sociedades americanas en 1828 (Lima, 1842); da clases con variada suerte, sigue peleándose o escandalizando, como la anécdota de Valparaíso demuestra (podría ser falsa, pero se cuenta hasta hoy…). Casado otra vez y con hijos después de viejo, debe reinventarse en otros oficios. Murió en Amotape, Perú, tan desnudo como vivió siempre. Y la educación republicana —como temió— también erró, y continuó, en mayor o menor grado, con el desabrigo que quiso evitar. Tal vez el epígrafe de sus Sociedades americanas, sea el mejor mensaje que nos deja el maestro desnudo como saldo de sus múltiples encontronazos, y de nuestros dos siglos de errancia: “en esto ha de pensar lo americanos/nó en pelear unos con otros”. Es un buen criterio para comenzar a inventar y dejar de errar.