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Aprender a tumbar paredes

05.05.2022

con Mónica Mayer

Jesús Torrivilla conversa con Mayer sobre sus experiencias junto a Judy Chicago en el Woman’s Building, del acompañamiento de profesores como Juana Gutiérrez y Armando Torres Michúa y del arte como una forma de habitar el mundo: un ‘martillo’ para tumbar paredes y aprender a expresar sus verdades.

Mónica Mayer (Ciudad de México, 1954) es una artista visual mexicana, activista del feminismo, conocida por su trabajo conceptual y sus performances en torno al rol de la mujer en la sociedad. Su obra la ha convertido en una artista referencial para el continente, gracias a una práctica feminista pensada desde el principio para hacer historia. En su proceso, destaca un archivo —Pinto mi raya— de más de 40 mil documentos, cientos de conferencias y acciones en el espacio público, medios y escuelas, en el que recurre a la escucha y a una pedagogía como práctica significativa.

Mónica Mayer: "Aprender a tumbar paredes". Conversaciones, La Escuela___ (2021).

Jesús Torrivilla: Esta entrevista es para un proyecto sobre la idea de ‘escuela’ y has mencionado anteriormente que la odiabas. ¿Por qué?

Mónica Mayer: En efecto, detestaba la escuela. Querían que aprendiera cosas de memoria que no tenían la menor relevancia, ni en mi vida, ni en mis intereses. Me aburría mucho. Me la pasaba con compañeros de primaria inventando proyectos muy performáticos de cómo hacer para perder más tiempo en clase: “Voy a dejar caer el lápiz y en vez de tardarme diez segundos en recogerlo me tardaré veinte”. ¡Nos aburríamos! No tenía sentido para nosotros la educación. Aprendimos más de aritmética y del sentido del tiempo con nuestros juegos, que con lo que sucedía en el salón. Padecí mucho los métodos restrictivos de las escuelas tradicionales. Mi acercamiento al arte fue porque lo único que podía seguir estudiando en esta vida era arte. No porque dijera “yo soy artista”, sino porque era lo que encontraba tolerable.

MÓNICA MAYER en conversación con JESÚS TORRIVILLA: Aprender a tumbar paredes

Que enseñen a pensar, en un sistema educativo basado en la memoria, parece todo un desafío, ¿no?

En ciertas metodologías sí, en ciertos tipos de educación tradicional, sí. No se supone que pienses, se supone que la maestra te dice la verdad, tú te la aprendes, la repites y no la cuestionas, no te sales.

En años posteriores sí tuve la fortuna de encontrarme con otros métodos pedagógicos. Cuando llegué a la carrera, ya sabía lo que me gustaba. Estudié en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) con maestros como Juan Acha y Kati Horna, pero también había un fuerte componente de educación autodidacta. He leído toda mi vida, de muchas cosas, como degenerada —ahora menos porque ya no veo tan bien—. Luego nos íbamos al Café Moneda y ahí se daba nuestra educación: porque leíamos de muchas cosas que no eran nada más lo que nos daban en la escuela. Íbamos al cine, íbamos al teatro, lo disfrutamos mucho como grupo.

¿Qué puedes rescatar de tu experiencia en la Escuela de Artes Plásticas, con maestros como Juan Acha, Juana Gutiérrez, Armando Torres Michúa?

Me gustaba mucho que nos retaran. Juan Acha se pasó el primer semestre caminando frente a nosotros hablándonos de los estructuralistas, hablándonos de toda la teoría y todos nosotros con cara de “¿QUÉ?”. Él, en cambio, esperaba que nos pusiéramos a su nivel. Poco a poco fuimos leyendo y entendiendo. Él tenía planteamientos de América Latina, de los No-Objetualismos, de cómo hacer todo este trabajo. Acha adaptaba su lenguaje, eso me enseñó mucho de la importancia de la comunicación, pensaba publicaciones para distintos públicos: secundaria, preparatoria, universidad.

La primera vez que fui al Woman's Building de Los Ángeles para un taller de dos semanas, regresé con ganas de hablar de feminismo y arte, a pesar de ser muy tímida. Entonces Armando Torres Michúa y Juana Gutiérrez —maestros de Historia del Arte— me dijeron “da una conferencia”, y me acompañaron. Nos sentamos encima del escritorio en el Aula Magna (para que fuera informal y no me sintiera como en una ponencia). Los dos hablaron sobre las mujeres en la historia del arte y luego solté mi rollo. Me hizo sentir acompañada. Tener un maestro es realmente que te acompañen en tu proceso y te ayuden a crecer; fueron experiencias maravillosas.

Hilda Campillo, Mónica Mayer y Maris Bustamante: "Yo he abortado" (1991). Fotografía: Ana Victoria Jiménez. Fuente: Archivo Pinto mi Raya.

Has hablado de acompañamiento, de la postura ética entre vida y arte. ¿Cómo podrías definir a un gran maestro?

Quien logra que el conocimiento sea significativo. Para que sea significativo, generalmente está relacionado con lo que estás viviendo o con lo que has vivido, con tus emociones, con tu contexto. Que haya ese conocimiento significativo a mí se me hace fundamental.

Cuando empiezas a estudiar, ¿cómo era la conversación en América Latina con los llamados No-Objetualismos?

Es un poco aleatorio porque no había libros, o había muy pocos. Recuerdo la primera vez que leí Conceptual Art de Ursula Meyer. Me recuerdo leyéndolo y llorando, porque me estaba cambiando todo lo que yo había entendido que era el arte. Me estaba abriendo todo este panorama. Lloraba de coraje. Había uno que otro libro, empezábamos a ver. Pero, ¿cómo sales de lo que te han enseñado tradicionalmente para empezar a plantear otro tipo de cuestiones que no necesariamente habíamos hecho en la escuela?

Por otro lado estaba Juan Acha, que en esa época organizaba el Primer coloquio de arte no-objetual en Medellín. La cuestión de América Latina era fundamental, era plena época de las dictaduras, venían muchísimos artistas de Argentina, Chile, de distintos países que tuvieron que venirse a México huyendo. Había una gran conciencia de qué era América Latina, de que había una cuestión política muy fuerte entre el Norte y el Sur. Trabajábamos con esa premisa, con esa conciencia todo el tiempo.

En cuanto al feminismo como discurso y práctica en tu trabajo, ¿empieza a ser importante para ti en ese momento de discusión?

Empieza ahí, aunque llevábamos varios años haciendo exposiciones. Había un grupo en la ENAP, en el San Carlos; estaban Magaly Lara, Jesusa Rodríguez, Rowena Morales, Karla Paniagua. Nos hacíamos preguntas, teníamos ideas cuestionadoras, organizábamos exposiciones de mujeres, exposiciones feministas.

Varias estábamos integradas al movimiento feminista, pero existía una separación muy grande con los movimientos de izquierda, porque la izquierda consideraba que había que resolver la lucha de clases primero, después todo lo demás se iba a dar de manera natural. El feminismo y el movimiento lésbico-gay planteaban que no, que había otras formas de hacer política. Empezaban a mezclarse: había artistas que estaban en el Taller de Gráfica Popular, la crítica Raquel Tibol participaba en organizaciones políticas. Pero todavía no se sentía como algo que era parte de la historia “de a de veras”. Si tú estudias los años setenta, apenas ahora integran a las mujeres artistas, pero la narrativa de siempre fue de los grupos Proceso Pentágono, Germinal, Suma. Ni el feminismo ni las mujeres artistas estaban incluidas. Eso en los últimos diez años ha empezado a cambiar.

Mónica Mayer: "Lo normal" (1978). Fotografías y tinta sobre tarjetas. Fuente: Museo Universitario de Arte Contemporáneo, UNAM.

¿Qué perspectiva tenían sobre lo larga que sería la lucha feminista?

Yo creía que el patriarcado se iba a caer como en tres años, eso le daba yo para que se cayera. La realidad es que no se va a acabar rápido, nos tomó muchas décadas construir el patriarcado, hacer ese sistema, implementarlo. Está hasta dentro de nuestro tuétano, nos movemos de acuerdo a lo que nos dice el patriarcado. Pensamos, sentimos, de acuerdo a lo que nos dice en distintos contextos. Se requieren procesos de educación y de autorreflexión muy profundos y esos tardan mucho tiempo. Puedes incluso cambiar las leyes, pero si no cambia la cultura, si no cambia la educación, si no cambiamos desde adentro, no cambia nada. Sí se me hace que es algo que va a tardar mucho tiempo.

¿Qué métodos educativos encuentras en el Woman 's Building?

Cuando me fui al Woman 's Building ya había leído a Paulo Freire, Piaget, Montesori, El pequeño libro rojo de la escuela. Leía mucho sobre educación, me interesaba mucho, pero esa fue la primera vez que viví un método ‘alternativo’ o experimental, porque lo estaban inventando, estaban inventando a partir de su experiencia.
Estaba el método del ‘Pequeño Grupo’, básico en el movimiento feminista, que hasta donde logré averiguar, venía de China, cuando juntaban a los campesinos y trabajadores a hablar de sus problemas. ¡Así se armó la revolución! Hay comunidades indígenas en México que utilizan eso: se sienta toda la comunidad, de todas las edades, y hablan.

El Pequeño Grupo es una de las principales herramientas del movimiento feminista, siempre la promuevo y se me hace fundamental. Consiste en tener el mismo espacio cada una para hablar y, si no puedes hablar, pues vas aprendiendo. Cada una habla desde su experiencia, no se juzga y al final ves las similitudes o las diferencias, entiendes cómo funciona el sistema, no nada más está en la vida personal, sino en la vida política. Empiezas a ver realmente el patriarcado y dónde están todas sus telarañas.

¿Cómo fue tu adaptación a estas metodologías?

El primer año para mí fue horrible, porque yo decía “¡estas pinches viejas!, ¿cuándo van a hablar de política en serio?”. Me costó. Hasta que un día, después de un año, entendí la fuerza de eso, entendí la importancia de lo sólido y lo distinto que es —tanto en procesos artísticos como en procesos políticos— entender cuál es tu experiencia, dónde estás en ese momento. ¡Situarte! Saber quién eres y por qué estás diciendo eso, qué es lo que te compromete en esa lucha y qué es lo que te cuesta trabajo de esa lucha.

Siempre digo que mi lucha más fuerte en el feminismo es contra las telarañas patriarcales. La primera etapa de la lucha es aprender nosotras qué es lo que necesitamos, qué es lo que nos molesta o nos impide cambiar eso y exigir lo que queremos. Lo veo igual en la escuela y en el transporte público: el momento en el que la mayoría de las mujeres pongamos un alto a que nos manoseen en el camión y quienes están alrededor lo impidan, ese día se va a acabar el acoso.

¿Cómo se relaciona el archivo a una perspectiva feminista?

En el Woman's Building había un especial cuidado en pensar, desarrollar el archivo, hacer nuestra historia. El archivo era el único lugar que estaba cerrado con llave. Hubo exposiciones como una que se llamó The Great American Lesbian Art Show, una temática muy novedosa en ese momento. Al finalizar la exposición, sacaron diapositivas y fotografías de todas las obras y las repartieron en cuanta biblioteca pudieron, por el afán de que nos borran muy fácilmente.

El feminismo en la historia y en el arte es como un ‘gato’ tridimensional (este juego en el que haces una cruz y un círculo). Tenemos que cambiar las narrativas del pasado en las que nos han excluido, tenemos que actuar en el presente y tenemos que dejar suficientes materiales para el futuro, para que no nos borren de nuevo. Tenemos que trabajar en tres temporalidades. Eso lo entendí allí con el ir y dejar en las bibliotecas ese material, para que no se perdiera la historia.

La educación debe empezar por quienes están haciendo sus propias historias, entendiendo su importancia y compartiéndolas. Eso es algo fundamental en la manera en que organizo exposiciones, doy talleres: tu historia es tan importante como la mía. Siempre digo que ya no es “divide y vencerás”, sino “repite y vencerás”. Repite y repite y repite la historia.

"Haciendo con las manos el símbolo de su movimiento feminista, estas mujeres piden libertad para el aborto". Periódico Unomásuno, Viernes 2 de diciembre de 1977.

Comenzaste El Tendedero (1978) como una idea de denuncia para las mujeres en el espacio público. Se ha retomado en los feminismos más jóvenes, ha adquirido una nueva relevancia en México con el movimiento #MeToo y también se ha transformado para las mujeres en una manera de contar su propia historia. ¿Nos podrías contar del crecimiento de esta obra?

El Tendedero tiene la misma estructura que el Pequeño Grupo: cada una tiene el mismo espacio para hablar de una temática que parte de su experiencia, entonces se crea una narrativa. A diferencia de los tendederos de hoy (que sí tienen la influencia del #MeToo, de la acción directa de otro tipo de políticas, del escrache argentino), no se denunciaba a personas directamente, porque ni se nos ocurría. Apenas se estaba creando conciencia. La pregunta que se hace en el primer Tendedero es: “Como mujer, lo que más detesto de la ciudad es…”, porque no hablábamos de acoso. Muchas veces era sembrar la semillita. Si alguien me decía: “La contaminación, el tráfico”, les decía yo: “¿No te choca que te agarren la nalga en el camión?”. Ponlo. No es una encuesta sociológica, puede ir dirigida, es un trabajo artístico simbólico.

El Tendedero nos hace sentir acompañadas, que veas que no estás sola. Si te manoseó un güey a los 8 años en la calle —como me sucedió a mí—, resulta que es una experiencia muy común. Si te dio vergüenza y nunca dijiste nada, a las otras también nos dio vergüenza. ¿Por qué nos tenía que dar vergüenza que un imbécil nos manoseara en la calle? Este proceso de reflexión sigue sucediendo y sigue funcionando como estructura.

Y es una obra construida desde lo pedagógico, desde tus talleres...

La parte de los talleres es fundamental, porque muchas veces hacemos un taller y a partir del taller sale la obra. Muchas veces, como con los tendederos, se va dando la respuesta y hay espacios para trabajar en el tendedero y hay espacios para desarrollar otras obras también. No me interesa que me ayuden a hacer el tendedero y ya. Me interesa también que se presente el trabajo, que hagan archivo, que pase todo esto. Para mí el arte, el activismo y el feminismo no están divididos.