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La Escuela Desnuda

21.03.2022

por Miguel Braceli

A las escuelas hay que desnudarlas, derrumbar todos sus muros para quedarnos con su estructura, con lo que es medular. Serían entonces edificios sin fachadas, totalmente expuestos a la realidad. Se mojarían, se ensuciarían, y se impregnarían de sus contextos; se sacudirían sin desplomarse, habitarían experiencias que redefinirían su sentido.

Ciudad Abierta: Torneo "Edros v/s Oides" (1979). Cortesía: Archivo José Vial Armstrong.

I

La Escuela Desnuda es la propuesta de un tipo arquitectónico imaginado de espacios de aprendizaje que tiene como fin acercar la educación a las políticas estéticas del hacer contemporáneo. Es un texto cuyas ideas se empezaron a escribir en mi paso por el Maryland Institute College of Art, lo cual fue para mí una experiencia totalmente nueva y llena de asombro. Utilizo esta palabra —asombro— porque es un término donde cabe la maravilla y la decepción. Ambos sentimientos han sido estimulantes para generar un texto sobre arte y educación que se suscribe a mi interés en la síntesis de estos dos espacios, así como a la relevancia de estas intersecciones en las prácticas sociales y el arte de participación. Estos son dos lugares donde puedo ubicar mi trabajo, aunque no pretendo plantear este texto como una obra de arte, ni tampoco habitar el campo de la crítica institucional.

Las obras producidas durante mis dos años de escolaridad (2018-2020) se han desarrollado fuera de la Escuela, dialogando con sus estudiantes y con otras comunidades y territorios externos a la institución. Enterrar las banderas en el mar, Here We Are, Trigger, y Monumentos Horizontales son algunos de estos proyectos que me han permitido unir mi interés por el arte y la educación a las premisas de la Escuela Desnuda. Esta escuela es la propuesta de un edificio sin paredes para acercar la producción artística a los contextos sociales y políticos que las rodean; un acercamiento a la realidad que se convierta en un protocolo de aprendizaje capaz de estimular las prácticas socioestéticas dentro y fuera del cubo blanco de exhibición.

Este texto toma posición frente a la tendencia de las escuelas de arte a replicar las dinámicas institucionales y mercantiles del mundo del arte. Es de señalar que, mientras las escuelas de arte se esfuerzan por convertirse en modelos de exhibición similares a los museos y galerías tradicionales, los museos actualmente buscan convertirse en escuelas, involucrando a su público con proyectos educativos que implican una interacción radical con el espacio público y grandes audiencias. Desde estas lógicas se estudian las contradicciones entre el hermetismo de un sistema educativo ensimismado, frente a un ‘complejo expositivo’1 cada vez más expandido.

II

Sostener el equilibrio entre el mundo que existe afuera y dentro del espacio académico es uno de los retos más complejos de la educación. Los espacios de aprendizaje se implantan en intersticios muy delgados entre la teoría y la praxis; entre el mundo como lo conocemos y como pensamos que puede llegar a ser. En el arte, la educación es un reto aún mayor, por ser una práctica hasta cierto punto sin normas que habita territorios extremadamente normativos. Los estudiantes de arte somos formados para ser parte de ese sistema sin cuestionar sus lógicas. En oposición a la libertad que debería ser intrínseca tanto al arte como a la educación, los espacios de aprendizaje se encierran en los muros de un mundo cada vez más disciplinar. Las escuelas de Arte son, físicamente, edificios cerrados, llenos de paredes blancas y focos de luz artificial que iluminan objetos. En estas cajas, las escuelas se aíslan de los contextos que las circundan para construir escenarios que emulan la práctica profesional. El ensimismamiento en esta lógica discursiva también se manifiesta espacialmente. Aquí hay una paradoja, puesto que se supone que este ensimismamiento debería prepararte para el afuera.

Las paredes de las escuelas encierran, de manera práctica y simbólica, una contradicción en relación al tipo de experiencias de aprendizaje necesarias para producir ‘arte socialmente comprometido’2 (socially-engaged art) y prácticas contemporáneas que operan en el ‘campo expandido’3. Una de las narrativas más influyentes del arte contemporáneo dibuja un abandono del objeto [artístico] y avanza hacia prácticas desmaterializantes que favorecen las estructuras post-estudio4. Las obras se generan desde la experiencia, se construyen en sus ideas, y son concebidas como operaciones sin final. Las obras salen del interior de la disciplina, de sus medios de construcción específicos y de la singularidad tradicional de la autoría, los materiales y las formas. La desmaterialización5 saca las obras a la calle para habitar realidades que influyen en lo que entendemos como arte, las saca de sus formatos tradicionales tras la búsqueda de formas infinitas de constitución. Los movimientos de finales del siglo pasado condujeron las exploraciones hacia una construcción cada vez más conceptual, procesual y contextual de las obras de arte. Hoy, las prácticas contemporáneas son imposibles de contener; aun así, las escuelas de Arte operan ensimismadas en una producción cada vez más profesional. Esta profesionalización del artista es una respuesta al espacio comercial e institucional del cubo blanco, siguiendo sus protocolos y produciendo obras para estas nuevas cajas blancas que constituyen las escuelas de Arte.

Para el filósofo francés Jacques Rancière, el arte no es político por los mensajes que transmite acerca del orden del mundo o por las formas en que representa a las estructuras de la sociedad. Es político por la manera en que se separa de estas funciones, divide el tiempo y puebla el espacio que habita: «El arte consiste en construir espacios y relaciones para reconfigurar material y simbólicamente el territorio común» (Jacques Rancière, 2009, p. 5). Se refiere a estas ideas del arte relacional6 argumentando que la creación de una experiencia interactiva genera un cambio en la percepción del espectador. Esto implica la creación de situaciones que trascienden la singularidad de la forma y encuentran en la redisposición de las imágenes y los objetos una nueva repartición de lo sensible: micro-situaciones que se acercan a la vida ordinaria, creando lazos entre individuos, suscitando nuevos modelos de confrontación y participación. Rancière abre la discusión sobre políticas estéticas abogando por una práctica relacional, un hacer estético que genere «un desplazamiento de la percepción, un cambio del estatuto de espectador por el de actor, una reconfiguración de los lugares». (Ídem, p. 6). El espectador transformado en actor puede ocupar un lugar en la distribución del espacio material y simbólico. Allí es donde el arte encuentra un lugar en la política.

La Escuela Desnuda es una invitación a salir a la calle para aprender de la realidad material y social inmediata que rodea la institución. Más que una provocación o una invitación, es un imperativo. Los espacios educativos deben insertarse en la realidad de nuestros contextos ambientales, sociales y políticos para aprender de ellos y actuar sobre ellos.

El aula de clase debe salir fuera del salón para crear nuevos espacios de acción; debe dialogar con contextos reales que permitan generar aportes sensibles a lugares específicos, aportes que regresen a los estudiantes en forma de conocimiento. El aula de clase debe ser útil, y encontrar en esa utilidad una forma de aprender. El aula debe —como imperativo— porque está en deuda con el presente, con las ideas que emergen del tiempo que habita. La Escuela Desnuda no está proponiendo ideas nuevas, sino trasladando las mismas lógicas que forman parte del arte contemporáneo7 también a sus espacios de formación.

Si bien “deber” puede ser un término ortodoxo dentro de este discurso disidente, me he valido de estos imperativos para enunciar lo que considero una responsabilidad inalienable de las escuelas de Arte a la luz de sus carencias. Las escuelas de Arte se alejan de la calle para crear una atmósfera similar a la del mundo profesional, pero como modelo al fin, no es más que una prueba: una experiencia que se acaba con la graduación. Mientras en carreras como Arquitectura, Medicina o Derecho el ejercicio de la profesión comienza propiamente al salir de las escuelas, la paradoja del arte es que son pocas las posibilidades de continuar fuera de la escuela este ciclo de producción y exhibición que sostiene el sistema educativo. Esto lleva a preguntarme si los estudiantes asisten a estos programas por el aprendizaje a adquirir o por la simulación de la experiencia profesional que ocurre dentro de la institución. En otras palabras, las escuelas de arte funcionan como programas de simulación del oficio del artista, la puesta en práctica artificial de un determinado ejercicio de la profesión.

Pero las escuelas no son ni museos ni galerías, por eso hay que desnudarlas. No son lugares para conservar las obras o enaltecerlas en su exhibición. Todo lo contrario, son el espacio más natural para el error; para desechar y deshilachar tanto las ideas como las formas. En ellas, los procesos y los resultados comparten espacio dentro de un sistema donde el hacer se diluye con el pensar.

En la Escuela Desnuda no habría nada que mostrar, ningún resultado final, así que las paredes están de más. Si los estudiantes empezamos a realizar proyectos para cajas perfectas desde la escuela, estaríamos perdiendo el esfuerzo que el camino del arte ya nos había abierto décadas atrás.

El éxodo del cubo blanco durante la década de 1960 fue un punto de inflexión en la historia del arte cuyas posibilidades siguen siendo de interés tanto para los artistas como para las instituciones. Circunscribir nuestra producción en las escuelas a proyectos expositivos tradicionales es una constricción a las formas inconmensurables del arte de hoy; es una negación a los aspectos performativos, participativos, e incluso formativos, entre otros atributos de prácticas artísticas cuya tendencia es hacia a la inmaterialidad de la obra o hacia la expansión de sus medios y formatos. Contrario a esta apertura, en las escuelas de Arte existe una producción cada vez más ensimismada, sus dinámicas se suscriben a lógicas institucionales que las mismas instituciones hoy buscan desarmar.

En el 2018, el Museo Reina Sofía inauguró una retrospectiva de la obra del artista uruguayo Luis Camnitzer, donde desde el departamento de educación se propone una Escuela Perturbable (2018). Este fue un proyecto concebido como una experiencia de aprendizaje radical que se desarrolló como programa de estudios, residencias y producciones culturales paralelo a la exhibición. La Tate Modern Gallery, a partir del 2012, destina todo un piso del Edificio Blavatnik a programas de educación bajo el nombre de “Tate Exchange”. El mismo es un espacio para charlas, talleres, encuentros y proyectos de base colaborativa. Ambas propuestas coinciden con el interés en las prácticas artísticas de carácter pedagógico por el acercamiento entre arte y audiencia, pensando en las posibilidades de la educación como formas de emancipación. El resultado inmediato es que los museos trabajan para ampliar sus audiencias y formatos de producción mientras las escuelas de Arte producen obras para un público cada vez más acotado. Los departamentos de educación de los museos han hecho de la mediación entre arte y espectador una práctica creativa que rompe el hermetismo del arte contemporáneo y a veces hasta logran dotar de nuevos sentido a obras altamente conceptuales. Sus esfuerzos se manifiestan tanto en el pensamiento crítico como en acciones comunitarias que extienden los espacios del museo a la ciudad. Si los mismos museos se han ido desnudado, transformándose en escuela, ¿por qué las escuelas están tratando de emular museos? ¿Qué esperan las escuelas para ser escuelas?

En el contexto de las escuelas de Arte, las paredes blancas son una herramienta formativa. Son los soportes que las escuelas proveen para desarrollar un portafolio que nos permita salir al mercado laboral. Si bien el mercado no es el problema –al menos como objeto de investigación para este texto—, lo que sí genera duda es la manera en que se asume la profesionalización del trabajo del artista: desde una mecanización de los procesos de producción y dentro de un circuito cerrado para determinadas prácticas artísticas. Esta mecanización es la respuesta automática a la tendencia del arte (como disciplina que emerge bajo el signo del racionalismo) a etiquetar y empaquetar; a generar un cuerpo de trabajo claramente codificado y cosificado, en su mayoría exento de prácticas no-objetuales, mientras los objetos generados están supeditados a los sustantivos que los sostienen. Las obras se convierten en una serie de palabras claves para construir un lenguaje propio, que por un lado se vuelve más disciplinar y, por otro, completamente discursivo. Tanto desde los medios como desde el lenguaje, el sistema educativo nos da las claves para construir nuestras carreras. Mientras que en el pasado los artistas construían carreras anulando estas claves —desarticulando el lenguaje y transformando los medios— hoy el aprendizaje se afirma en la adquisición de este lenguaje. En líneas generales, este es un sistema obsesionado por la carrera artística en su acepción maratónica, donde la meta es un éxito idealizado, que resplandece suspendido como las obras en la pared. En esta disrupción surge uno de los grandes problemas: las escuelas de Arte nos venden la idea de éxito por encima de la producción de conocimiento.

La profesionalización del artista es la estrategia que han utilizado las escuelas para asegurar un supuesto éxito en el mundo del arte. Para eso existen recursos como las oficinas que nos guían en el desarrollo de nuestros portafolios y biografías, así como existen plantillas para construir artist statements y cuartos de instalación para fotografiar nuestras piezas. La educación, más que a desarrollar una investigación, apunta a construir un perfil, combinando objeto y discurso; asociando y enunciando nuestro género, raza, sexualidad y cultura como etiquetas. En estas dos operaciones se constituye el producto perfectamente empaquetado en que nos convertimos al salir de esta línea de producción. La profesionalización del artista es una estrategia valiosa para insertarnos en un sistema efectista, pero no una solución efectiva a lo que en realidad es un problema sistémico de las dinámicas capitalistas del mercado del arte.

Las escuelas de Arte son parte del campo del arte y, por lo tanto, son una ficha más en el tablero. Deberían ser espacios desde donde contemplar y cambiar las reglas del juego. También vale decir que nosotros, como estudiantes, no estamos exentos de culpa; por un lado, la mayoría estamos obsesionados con el éxito que queremos alcanzar y, por otro, estamos genuinamente preocupados por nuestro futuro laboral. En ese sentido, las escuelas nos dan lo que pedimos, lo que pensamos que necesitamos o lo que aspiraríamos a tener. Pero quizás deberíamos detenernos a pensar, cambiar nuestras expectativas y educar a las escuelas como una forma de educarnos a nosotros mismos. Educar a la Escuela se puede leer como una propuesta arrogante, pero esta idea no la propongo ya solo como estudiante, sino como profesor. Los profesores debemos ser enseñados y los estudiantes asumir el trabajo de nuestra educación. Es tarea del estudiante construir la Escuela, es deber de la Escuela estar desnuda para dar espacio a su construcción.

A las escuelas hay que desnudarlas, derrumbar todos sus muros para quedarnos con su estructura, con lo que es medular. Serían entonces edificios sin fachadas, totalmente expuestos a la realidad. Se mojarían, se ensuciarían, y se impregnarían de sus contextos; se sacudirían sin desplomarse, habitarían experiencias que redefinirían su sentido.

El reto de los espacios educativos es acercarse a la realidad sin replicarla. Eso exige la transformación de las estructuras internas del mundo académico para luego romper con las estructuras del mundo exterior. Las escuelas no deben emular el sistema del arte y replicar sus dinámicas para el ejercicio hipotético de la profesión. La educación debe proveer las herramientas para crear modelos alternativos de la práctica artística, crear nuevas formas de legitimación, nuevos espacios de acción, y nuevas estructuras de emancipación. Los artistas tenemos que trabajar en la construcción de territorios propios de validación. Las escuelas son el lugar perfecto para elaborar dicho programa. Uno de los atributos del arte es su capacidad para transformarse, la transgresión de la norma es la base de una libertad que le es intrínseca. Los espacios de aprendizaje necesitan entonces valerse de esa posibilidad para encontrar en el arte la capacidad de crear nuevos sistemas que aprendan y dialoguen con la realidad.

III

La Escuela Desnuda podría perfectamente ser un edificio de Ciudad Abierta; un edificio de arquitectura inacabada que se completa en el paisaje, que existe como experiencia y cuya relevancia se halla en la investigación. A su vez, la fundación de esta ciudad es una cátedra sobre las posibilidades de las prácticas pedagógicas cuando estas se instituyen en el lugar. En efecto, en 1965 un grupo de artistas e intelectuales argentinos, chilenos y uruguayos iniciaron una travesía por el sur del continente con el objetivo de encontrar el sentido de América. El objetivo era refundar el continente bajo una serie de actos poéticos, como quien erige una civilización. Así se construyó Amereida, un poema y una ciudad para la reunión creativa en la que convergían el estudio, el trabajo y la vida. En Ritoque, Chile, arquitectos, artistas y poetas crearon una ciudad que se transformó en escuela. Escuela que a su vez transformó la educación.

Actos poéticos para la apertura de los terrenos de la Ciudad Abierta (1971). Cortesía: Archivo Histórico José Vial Armstrong.

Amereida, también llamada Ciudad Abierta, llevó al extremo la utopía de la disolución arte y vida para fundar nuestra modernidad en la periferia; una ciudad alejada del eurocentrismo y de los mismos centros urbanos latinoamericanos, que habiendo sido trazados según las leyes de Indias, son una herencia colonial. Utilizo el posesivo “nuestra” para hablar de una modernidad forjada por los casos de estudio que presento a continuación. Con ellos se empieza a trazar una genealogía propia de la región y a manifestar un deseo de dar relevancia a estos proyectos, entendiendo que las obras están sujetas a sus contextos geográficos, desde cómo suceden a cómo son leídas.

Ciudad Abierta trascendió la idea de un edificio sin paredes desde la poética de una ciudad sin muros. Esta ciudad era abierta porque podían entrar todas las profesiones y todas ellas participarían en la educación de las artes y oficios; especialmente en la carrera de Arquitectura, a partir de sus vínculos con la Escuela de Valparaíso (1970-presente). Aquí ya no hablamos de una escuela abierta a la ciudad sino de la creación de la ciudad como escuela. Fue una ciudad levantada con las manos de sus propios ciudadanos, estudiantes y profesores. Amas de casa, filósofos, carpinteros y hasta los mismos transeúntes formarían parte de este proyecto, donde se fusionarían arte y vida; valiéndose de los espacios de aprendizaje como catalizadores de estas relaciones sociales, donde todos eran habitantes ordinarios y, a la vez, formaban parte un cuerpo docente institucional. Acercar la vida colectiva a la educación o la educación a la vida, era la base de una estructura pedagógica que devendría en un proyecto experimental. Este acercamiento a la realidad no supuso —como podría pensarse— la enseñanza tradicional del oficio de la arquitectura. Al contrario, este proyecto conduciría a exploraciones plásticas desde procesos lúdicos, donde se disolverían arte, arquitectura y poesía.

Un ejemplo de esto es la obra de Manuel Casanueva, quien con sus estudiantes del Curso Cultura del Cuerpo realizaba torneos donde los jugadores pasaban a ser pelotas, transfigurando el juego desde su misma exaltación. Las pelotas eran estructuras efímeras que las personas habitaban para desplazarse en un campo de fútbol de perímetros libres. Estos torneos adaptaron muchas formas, hicieron del territorio un tablero de juego para construir una ciudad de modelos propios. Acercar la arquitectura al paisaje y al cuerpo fue una manera de utilizar la praxis como ejercicio de comprobación, estimulando el conocimiento desde prácticas lúdicas a partir de formas construidas con materiales ligeros que solo existían como acción pedagógica. La arquitectura se edificaba mientras aparecía-desaparecía en un acto perfomativo ineludiblemente vinculado al aprendizaje8.

La lección de Ciudad Abierta es la comprobación de un sistema a partir de la construcción de un modelo9: levantando utopías desde una materialización especulativa. Este modelo ha sido fértil si consideramos como se ha multiplicado en muchas otras prácticas educativas vinculadas al territorio. Su descendencia ha estado presente en muchas escuelas de Chile y Suramérica que promueven el afianzamiento de una identidad local. Globalmente, Ciudad Abierta ha sido objeto de estudio por sus prácticas pedagógicas, siendo parte de la invención de una modernidad al sur del continente e integrándose a las vanguardias latinoamericanas. Si bien, Amereida construyó espacios de aprendizaje bajo el acto colectivo de la fundación de una ciudad, durante el siglo XX en Latinoamérica se pueden encontrar proyectos de autores con propuestas de educación extramuros que resultan muy valiosos para la formulación de esta Escuela Desnuda. El primero es la Escuela del Sur (1943-1962) de Joaquín Torres García, que la precede en tiempo y en su interés en la educación como proyecto de investigación para asumir una modernidad de modelos propios. Luego, movimientos como el neo-concretismo brasilero —contemporáneos a Ciudad Abierta y coincidentes en su aproximación fenomenológica— partirían de la experiencia y el cuerpo como una construcción colectiva vinculada a los espacios de aprendizaje. Es decir, de sur a norte se ha desarrollado un cuerpo de trabajo sobre el potencial pedagógico del arte, encontrando en el trabajo de artistas como Lygia Clark (Brasil), Claudio Perna (Venezuela) y Tania Bruguera (Cuba) una serie de ejemplos de prácticas independientes y experimentales de aprendizaje vinculadas a espacios formales de educación.

Integrada a su investigación a través de ejercicios docentes a través de estrategias participativas, diálogos con su contexto y profundas reflexiones, cada uno de estos artistas desarrolló un trabajo que desdibuja los límites entre obra de arte y proyecto educativo, entre el trabajo de autor y la creación colectiva, entre las relaciones cuerpo, espacio y territorio. Desdibujando también así al objeto, produciendo más que piezas concretas, sistemas de relaciones que se catalizan en la transferencia de experiencias y conocimientos. Lo que hoy conocemos como ‘prácticas sociales’ y ‘arte participativo’ son modelos relaciones que en su mayoría convergen o derivan de la educación. La proliferación de las prácticas sociales en Latinoamérica es la respuesta desnuda a nuestra realidad económica, política y social; está asociada a la fluidez del encuentro entre lo individual y lo colectivo, a la facilidad con que se articula el orden y el caos en procesos orgánicos y libres, así como la imaginación creativa para resolver nuestras propias crisis.

IV

En este texto me he desplazado desde la voz del estudiante a la voz del profesor, primero, porque ha sido la manera en que me he aproximado a las escuelas y, segundo, porque pienso que ambos son roles en continuo desplazamiento que uno debería ocupar en el proceso educativo. Durante los últimos 20 años he pasado la misma cantidad de tiempo siendo estudiante que profesor, y puedo decir que he aprendido más enseñando que estudiando. Es decir, he aprendido más de los estudiantes que de los mismos profesores. Allí entendí que tenía que dar clases para aprender. Y por eso también pienso que todos deberíamos enseñar. De alguna forma, todos lo hacemos, enseñar y aprender es una de las condiciones más intrínsecas a nuestra naturaleza humana. A diferencia de los animales, que basan su supervivencia en el instinto, nuestra evolución se basa en las relaciones humanas y la comunicación en las que ocurre un constante aprendizaje.

Mi educación me ha puesto en una posición privilegiada para poder contrastar modelos antagónicos —modelos que en general tienen mucho que aprender uno del otro y cuyo análisis puede derivar también en muchas discusiones—. El debate sobre la educación pública y privada merece un texto propio, que articularía sistemas políticos con estructuras pedagógicas. Pero las reflexiones sobre la educación en arte y arquitectura aquí se vuelven pertinentes en la medida en que son el detonante de las ideas que estructuran este texto; más que por las analogías espaciales que propone la Escuela Desnuda, por la oportunidad que ofrece la idea de proyecto como estrategia para poder salir del hermetismo de sus espacios.

Considero que el modelo de formación en arte y en arquitectura es similar: hay un sistema de críticas o revisiones donde profesores e invitados hacen comentarios sobre los trabajos de los estudiantes. La diferencia es que en el arte los procesos de investigación, mayoritariamente, se presentan en obras ejecutadas y en arquitectura a través de proyectos que no se van a ejecutar. Fue justamente esta escisión entre conceptualización y realización que desencadenó mi interés sobre modelos pedagógicos en las disciplinas creativas. Las prácticas abstractas de la educación en arquitectura me produjeron un hartazgo del plano, los fotomontajes y las discusiones en el aula sobre proyectos hipotéticos que me llevó a utilizar las posibilidades del arte para materializar las ideas a partir de instalaciones en el aula de clase. Sin embargo, ahora estoy en una Escuela de Arte donde es el mismo sistema pedagógico el que me pide instalar una obra idealmente acabada en los espacios expositivos de la institución; pero dada la naturaleza arquitectónica, social y educativa de mi obra, me encuentro presentando mis proyectos con fotomontajes y planimetrías para generar discusiones en clase sobre obras hipotéticas que esperan ser realizadas fuera del aula.

Si bien mi investigación pedagógica comenzó por el interés de acercar el proyecto arquitectónico a la realidad de su construcción —concreción—, ese acercamiento, progresivamente, fue abriendo espacio a nuevos problemas y oportunidades que surgían de los contextos en que las obras se insertaban. El contexto inmediato, fuera del lugar de aprendizaje, se convirtió entonces en la materia que definía las propiedades tectónicas de la obra a partir de la implantación de la misma en el lugar y en relación con las necesidades específicas de las comunidades con las que operaba. En mi caso, esto condujo a una práctica de arquitecturas efímeras que se convirtieron en performativas, en gestos colectivos estimulados por la realidad de un país en crisis. Así surgen los primeros proyectos educativos fuera de la institución, trabajando con mis estudiantes de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela (FAU-UCV), dentro y fuera de la Ciudad Universitaria.

En Dispositivos para el habitar (2013), trabajamos en la comunidad de Barrio Nuevo, un barrio pequeño en el municipio Chacao de Caracas. Junto con estudiantes del nuevo curso académico, mantuvimos el acercamiento a las instalaciones artísticas para un lugar específico, pero desplazamos el enfoque a la construcción de dispositivos útiles para la vida doméstica. Desarrollamos proyectos para familias específicas y los ejecutamos en el interior de sus viviendas. Los proyectos consistieron en una serie de estrategias de diseño sistemáticas y de bajo costo que pudieran ser replicadas por la comunidad. Los estudiantes trabajaron individualmente con familias específicas en el diseño de piezas que respondieran a las necesidades de cada vivienda.

La inequidad y las fracturas sociales, así como las relaciones entre totalitarismo y polarización, fueron temas que se empezaron a sumar buscando ocupar un lugar en la discusión desde las posibilidades de la educación. Desde esta docencia crítica, concebida y producida en crisis, mis prácticas fueron evolucionando hacia la dimensión social y política del territorio. En Venezuela, la ausencia de espacios cívicos y democráticos nos llevó a crear modelos de participación y activación del inoperativo espacio público.

Así se desarrollaron mis primeros proyectos de arte público, en colaboración con mis alumnos. Primero en la Ciudad Universitaria de Caracas (el campus donde funciona la Universidad Central de Venezuela) y posteriormente en la propia ciudad de Caracas, atravesándola de este a oeste con proyectos de participación ciudadana en distintas comunidades. Hicimos proyectos que aspiraban a contribuir a la reconstitución del tejido social de la ciudad. Biblioteca Abierta (2013), Traslaciones (2014) y Área (2014) son algunas de estas obras que nacieron del interés por crear nuevos diálogos desde lo público; partiendo del cuerpo y de objetos cotidianos para construir lugares efímeros cargados de reflexiones sobre nuestra realidad. Estos espacios se construían en la experiencia de los participantes e invitaban al resto de los ciudadanos a través de imágenes que aspiraban a comunicar nuestra resiliencia y fe en las posibilidades políticas de su poética estética.

En Biblioteca Abierta desplegamos miles de libros en el piso de la Plaza cubierta de la UCV, en el contexto de una huelga nacional de universidades públicas. Los libros eran donaciones de nuestra comunidad académica que la gente podía llevarse libremente. El propósito era revelar el valor de la academia llevando su producción intelectual al espacio público. Era un gesto que buscaba incorporar a la sociedad en el conflicto universitario y sumar personas a la lucha por la reivindicación de las condiciones de las universidades venezolanas. Esta instalación se viralizó en las redes sociales y fue reseñada en las noticias nacionales. Por esta razón, las imágenes del proyecto fueron tan importantes como las interacciones que inspiró y, así, se consiguió el objetivo de involucrar a más personas en nuestra protesta. Esta obra se convirtió en un proyecto sistemático que repetimos posteriormente, distribuyendo libros en otras comunidades. Mientras tanto, en otros proyectos empezamos a confiar directamente en la participación de la gente, empleando nuestros cuerpos para construir experiencias, espacios sociales y discursos políticos.

En Área, la gente se reunía debajo de una larga cinta que era sostenida por las personas con el propósito de construir un área común en Plaza Caracas, un emblemático espacio ubicado en el sector gubernamental del Distrito Capital. Este es un espacio urbano marcado por la segregación de una polarización empleada como campaña política del Gobierno durante la era chavista. Ese día hubo una tormenta, sin embargo, nadie abandonó la acción. Solo quedaron los participantes en la plaza, en medio de una atmósfera en la que la lluvia demandaba resiliencia. Todos estos proyectos han sido desarrollados a través de convocatorias abiertas; han vivido en la esfera pública a través de sus procesos y resultados subsiguientes. Estos proyectos han buscado hacer de la participación y el gesto colectivo un lenguaje para el encuentro, tanto de la experiencia como de la forma.

En estos proyectos se explica la transición de mi práctica docente hacia la práctica artística, así como mi creciente interés en el terreno del arte social y los medios audiovisuales. La colaboración, coordinación, experimentación e improvisación que supuso trabajar con estudiantes y comunidades, derivó en propuestas experimentales en el espacio público; y luego, a través de la fotografía y el video, estas exploraciones desarrollaron nuevos diálogos en el espacio virtual, en redes sociales y otros formas de comunicación digital que generaron acercamientos inesperados a lo público. Mi práctica docente se transformó en un trabajo propio que rápidamente encontró en el mundo del arte un lugar para habitar, cuya experiencia volvió a transformar mi práctica educativa.

La obra de arte como proyecto formativo propone modelos complejos de autoría que vienen de la construcción colectiva, pero también dependen de la naturaleza de los modelos pedagógicos en cuestión. Más allá del objeto tangible que resulta de estas prácticas, e incluso más allá de la experiencia intangible, es la estructura pedagógica desde donde nacen las obras.

En el planteamiento de la obra de arte como proyecto formativo, la metodología es la substancia de la obra. Más que una estructura reguladora, son procesos detonadores del conocimiento; la estrategia con la que Joseph Jacotot se comunica con sus estudiantes sin hablar el mismo idioma; la emancipación del maestro que describe Jacques Rancière10. Los pasos para hacer posibles las obras son la base de un modelo artístico que pone interés en los procesos, en el método como soporte de la creación de toda forma. He querido usar la palabra “formativo” en vez de “educativo” por dos razones. Primeramente, porque “educativo” mueve el foco hacia el rol instrumental de la enseñanza en vez del aprendizaje; por otro lado, un “proyecto formativo” es capaz de abordar la acepción de su contenido educacional y desde la condición progresiva de la construcción de la forma.

Estas ideas pueden estar presentes en trabajos como CasaCuerpo (2014), un proyecto formativo con mis estudiantes de Arquitectura del ‘Taller X’ FAU-UCV. La propuesta consistía en un modelo pedagógico para estudiantes de primer ingreso de la carrera de Arquitectura, donde en la primera clase se proponía como objetivo “diseñar una casa desde y para tu propio cuerpo”. Este proyecto buscaba construir nuevas relaciones temporales entre el cuerpo y el espacio. El objetivo era habitar espacios que se movieran con nosotros, dejar de recorrer espacios estáticos. Fue una indagación plástica sobre los aspectos estructurales de nuestros movimientos. Las piezas se desarrollaron en el taller a lo largo del semestre y resultaron del intercambio y la convivencia de un grupo de estudiantes trabajando en propuestas individuales compartiendo un mismo objetivo. El conocimiento se obtiene por procesos empíricos, desarrollados libremente dentro de este campo de juego constituido por variables precisas con las que los estudiantes ensayan para descubrir en el hacer. La obra es el ejercicio académico desarrollado a través de un concepto que estructura las búsquedas y genera lineamientos que estimulan las diferencias. Cada propuesta que resulta de este ejercicio es distinta, pero todas aportan una pieza al alfabeto visual de una serie de arquitecturas del cuerpo. Aquí, el concepto, más que idea, es una estrategia para devenir en nuevas posibilidades, y sus contenidos se abren a la imaginación infinita desde una exploración común.

Más recientemente, he empezado a desarrollar los objetivos pedagógicos de los programas académicos en performances colectivas en el espacio público, combinando así los aspectos formativos y la condición performática en las mismas obras. El más reciente de estos proyectos es Monumentos Horizontales (2020), una performance colectiva duracional en Guadalajara, México, que sin estar asociada a ningún programa académico, se convirtió en un aula abierta en el espacio público. El proyecto comenzó con la aparición de una réplica a escala 1: 1 del obelisco ubicado en la Plaza Juárez frente a su homónimo vertical. El objeto se instaló en el suelo con una nueva materialidad, hecho con tubos de PVC y tela elástica, haciendo de este monumento un objeto para manipular con el cuerpo. A partir de ahí, ¿qué hacer con él? Esta pregunta provocó una serie de discusiones académicas sobre arte, arquitectura y urbanismo en un ambiente completamente des-academizado; conversaciones que pasaron a ser acciones. Medimos el obelisco usando el cuerpo, lo habitamos, lo transformamos en un refugio, lo convertimos en un parque; lo movimos, lo rotamos y lo desmantelamos.

Estudiantes y profesores junto con miembros de la comunidad se reunieron para dar voz y forma a las ideas que nacieron de la transformación de este objeto, convirtiendo al obelisco en una asamblea —en un foro para discutir su destino—. Anteriormente, en algunos proyectos he utilizado las clases de arquitectura para creación de objetos performativos como un acto político, y en otros proyectos hemos utilizado objetos performativos para llevar a cabo una clase sobre política y arquitectura desde la misma ciudad. Estas son propuestas pedagógicas sobre la base de una estructura colectiva de colaboración, discusión y acción. Un hacer común también propio de nuestros contextos en crisis, como lo sugiere Hélio Oiticica en la respuesta del arte a la adversidad. Para ser fieles a esta genealogía del Sur que aludimos anteriormente, podemos citar al educador brasilero Paulo Freire, reconocido por las ideas que desarrolló en sus trabajos más conocidos: Pedagogía del oprimido (1968) y Pedagogía de la autonomía (1996): «enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción».

Este recorrido por mi trabajo ha tenido la intención de hacer una declaración sobre mi interés en las posibilidades de la educación como práctica artística; al mismo tiempo, enunciando los retos propios de este proyecto. Es también lo que se espera de una tesis de Maestría en Bellas Artes: una introspección sobre mi obra y mi experiencia en la Escuela de Arte. A través de esta, descubrí el arte como proyecto formativo.

La docencia en arquitectura me llevó a una práctica artística que me abrió las puertas a su mundo “profesional”, y esa experiencia profesional me dio la oportunidad para ser becado en una escuela de Arte, queriendo ser profesor para ser artista.

Aparentemente, he invertido el proceso —y los valores—, pero he intentado hacer de eso una oportunidad para ensayar otras dinámicas y generar un cuerpo de trabajo relacionado a la educación. Estudiar en una escuela de Arte fue habitar mi propio objeto de investigación. Más allá de todo el conocimiento aprendido en clases, charlas y discusiones; la Escuela como escuela se convirtió en una lección en sí misma. Si bien mi práctica docente en arquitectura no es transferible a la educación en arte, a través de este texto he querido empezar a mapear referencias que nos permitan abrir posibilidades y seguir aprendiendo. Es por esto que espero seguir valiéndome de estos espacios para desarrollar mi práctica artística. Necesito de ellos para producir, y no concibo producir si no hay un intercambio de experiencias que se traduzcan en conocimiento.

Toda obra de arte, en tanto sistema de relaciones, se basa en un intercambio capaz de asumir múltiples formas, lo cual se realza en el caso de las escuelas por estar vinculadas a la producción de conocimiento. La capacidad de distribuir y multiplicar este conocimiento es uno de los mayores atributos de la educación. Construir una comunidad para sostener estos intercambios es el otro valor que acompaña la educación. Así pues, muchos artistas han usado la construcción de escuelas como una práctica artística, y la práctica artística ha depositado un profundo interés en la educación como espacio de producción.

V

Mientras los museos se cubren con ornamentos clásicos en las fachadas o son diseñados por afamados arquitectos, a las escuelas de Arte tenemos que liberarlas acercándolas a sus contextos. La educación tenemos que desnudarla para descubrir qué es lo verdaderamente sustancial. Sus espacios no pueden ser más que lugares abiertos, espacios vacíos que se habitan y se sostienen en el aprendizaje como posibilidad. Las escuelas de Arte deben depurar la educación para encontrar la autonomía11 necesaria para crear nuevos sistemas posibles y, a su vez, salir a la calle para acercarse a la realidad desde su transformación. Hablamos de estructuras educativas que puedan afectarse y nutrirse de sus contextos sin derrumbarse, así como generarles un aporte en retribución. Si las escuelas requieren edificios físicos y muros, a la academia hay que reducirla a ser solamente su estructura —un soporte estructural que se afirma en la experimentación, la transformación y el intercambio constante con su entorno.

La Escuela Desnuda, más que una metáfora, es un prototipo, una propuesta arquitectónica para cuestionar la manera en que aprendemos y enseñamos hoy, y que esperamos nos ayude a mapear nuevas posibilidades y modelos de aprendizaje.

Lo cierto es que cada vez hay más escuelas de Arte, por lo tanto cada vez más hay artistas. Si los artistas hoy salen de las escuelas y las escuelas de Arte pueden ser también una práctica artística, entonces en el mundo del arte no habría nada más potente que repensar la educación. Al derrumbar las paredes de las escuelas, el mundo del arte podría trascender de sus confines preexistentes e introducirse extensamente en el mundo.