Your registration could not be saved. Please try again.

Entre mundos amazónicos: La memoria como práctica insurgente en el río Tapajós

21.03.2024

por Alice Lima Nin

La educación y la pedagogía se convierten entonces en lugares que cultivan esa vulnerabilidad y apertura colectivas como puntos de partida para poner el pensamiento en estado de rebelión, es decir, como puntos de partida para que la pedagogía se transforme en práctica emancipadora.

La samaúma (Ceiba samauma) es un árbol que alcanza alturas impresionantes, sobresaliendo por encima de las copas de otros árboles y sirviendo de punto de referencia para navegar por los ríos amazónicos, como las estrellas para los barcos en alta mar. Son árboles abuelas que reúnen una gran diversidad de conjuntos de vida, acogiendo a muchos mundos alrededor de sus raíces, conectando río y selva, visible e invisible. Me gusta pensar en las samaúmas como puntos de coordinación de la vida interdependiente en la selva amazónica, lugares de conexión y tránsito que organizan la lenta y laboriosa construcción de un acuerdo de voces entre diferentes cuerpos, ritmos, lenguas y formas de vida1.

Para llegar a la samaúma de la aldea Santo Amaro, en el territorio tupinambá del bajo Tapajós (Pará, Brasil), hay que pasar la iglesia, el campo de fútbol, y caminar unos minutos más por un sendero hacia sus gigantescas raíces. Durante el encuentro de la juventud tupinambá, que pude acompañar en septiembre de 2022, estuvimos muchas veces a los pies de la samaúma. Fuera para abrir los trabajos o para cerrar el día, ella participaba marcando los tránsitos y tiempos del encuentro. Bajo sus hojas se conectaban los diferentes pasados y futuros ancestralesdel territorio, convirtiéndola en lugar de aprendizaje, donde se escuchaba, se hablaba, se cantaba, se bailaba y se hacían los rituales de la juventud indígena del encuentro.

Retrato entre las raíces de la samaúma.

Cortesía: Alice Lima Nin (2022)

La samaúma se convirtió en lugar y sujeto de formación política, enseñando sobre la interdependencia en el territorio a partir de la complejidad de la reproducción de la vida en común que sucede entre sus raíces. Nos mostró que el territorio se encarna a través de trayectos y permanencias que, entre diversos cuerpos, humanos y más-que-humanos, se coordinan garantizando la vida.

Allí, las playas y los árboles fungen como lugares de seminarios para jóvenes en defensa de sus territorios, pero también de hogar para otros animales y plantas que por allí pasan y se encuentran. Así, la selva y el río, los cultivos de la agricultura familiar y las plantas del patio de la casa, se convierten en lugares de aprendizaje que conducen la lucha por lo común en el Tapajós2

La cuenca del Tapajós es una zona de transición ecológica que conecta el valle amazónico con el Planalto Central3 brasileño, y actualmente se trata de una frontera estratégica para la expansión de las actividades extractivistas brasileñas. Entre los frentes extractivos que amenazan la región se encuentran los grandes garimpos4, que contaminan el río con mercurio, la minería, la extracción ilegal de madera, los latifundios del agronegocio, la deforestación, las grandes obras de infraestructura, como hidroeléctricas, hidrovías y ferrocarriles, entre otros, configurando un escenario de sobreposición de conflictos por los modos de vida en la región. Existe una extensa tradición de lucha en defensa de la vida junto al río Tapajós, y parte importante de esa lucha cruza la educación popular y sus pedagogías: se aprende a vivir junto al río y se aprende que esta vida es política.

Entretanto, es importante recordar que la pedagogía es una práctica amplia, movilizada por diversos sectores y actores sociales, lo que incluye una dimensión conflictiva dentro del campo pedagógico-educativo, configurando una histórica e intensa disputa por sus usos y significados. Las pedagogías a las que me refiero aquí como ‘pedagogías críticas’ son aquellas que configuran procesos abiertos y concretos de creación de mundo, es decir, se refieren a formas heterogéneas de crear y concretar lenguajes y mundos de vida emancipadores. Paulo Freire fue certero: 1) nadie educa a nadie; 2) nadie tampoco se educa solo; 3) las personas se educan entre sí y junto al mundo5. Desde esa perspectiva, la pedagogía se trata de un conjunto de saberes y prácticas insurgentes que cruzan múltiples dimensiones de la vida colectiva, yendo mucho más allá de las herramientas y metodologías escolares. 

Para la educación popular, la acción pedagógica es necesariamente una acción política, lo que incluye intencionalidades y elecciones elaboradas desde lugares y situaciones específicas. La moderna separación capitalista entre lo pedagógico y lo político permite eludir el hecho de que educar es una práctica política y, por lo tanto, también conflictiva. Pero, ¿qué es lo que está en disputa? Para Paulo Freire, una parte central de este conflicto está vinculada a las diferentes elaboraciones e intercambios entre lo que se entiende por ‘humanidad’ y por ‘mundo’: “No puede existir una teoría pedagógica, que implique los fines y los medios de la acción educativa, que esté exenta de un concepto de hombre [de humanidad] y de mundo. No hay, en este sentido, educación neutra”6. Podríamos decir, por lo tanto, que las prácticas pedagógicas buscan al mismo tiempo acomodar y provocar mundos, así como acomodar y posicionar humanidades.

Conjurando recuerdos en Anumã

Los días calurosos en el Tapajós parecen sobrepasarse a cada día, así que el debate sobre dónde reunirse para el taller empezó principalmente en torno al tema, y quienes están acostumbrados a vivir en el calor saben que la sombra y el viento son elementos esenciales para soportar cualquier permanencia calurosa al aire libre. Justo en frente de la escuela de la comunidad de Anumã vive un árbol que por la tarde brinda una amplia y deliciosa sombra, por lo que las educadoras se decidieron por este lugar para la actividad sin pensárselo dos veces. El año era 2022 y yo estaba viajando por las comunidades del bajo río Tapajós con el equipo de educación de la ONG Saúde e Alegria7, siguiendo un proyecto sobre la primera infancia titulado "Crianças com Saúde e Alegria", realizado en cinco comunidades de la Reserva Extractivista Tapajós Arapiuns8.

El taller en la comunidad de Anumã fue realizado por el equipo de educación de la ONG, coordinado por Fábio Pena, compuesto por Ananda Pacheco, Ádma Guimães y Elis Lucien. La actividad sucedió en colaboración con la escuela de la comunidad, llamada Escola Santa Rita de Cássia, y sus trabajadoras, alumnas, madres y padres. Parto de ese taller porque me hizo volver a pensar sobre el poder transformador de los recuerdos, lo que Elia Méndez García llama "la potencia de recordar"9, que nos conduce a la fuerza transgresora que la pedagogía puede asumir a partir del ejercicio colectivo de compartir recuerdos.

Poner atención en los usos de la memoria como práctica insurgente y provocadora del orden capitalista-patriarcal-colonial me parece un punto interesante para pensar cómo se da la artesanía emancipadora de la defensa del río Tapajós. La reflexión surge de una pregunta central: ¿qué pasa cuándo la pedagogía reivindica la memoria como práctica insurgente?

Esta, a su vez, surge de un diálogo con el texto de Verónica Gago sobre la obra y la práctica política de Silvia Rivera Cusicanqui, principalmente en torno a “la reivindicación de la memoria como práctica insurgente”10. Reconociendo que hay varias formas de reivindicar la memoria como práctica insurgente, me pregunto: ¿cómo lo hace la pedagogía? 

Cuando era pequeña pasaba mucho tiempo en la casa de mi abuela, y entre tantos recuerdos, hay uno que guardo con especial emoción, condensado en un trozo de tela verde; pero no un verde cualquiera, sino un verde especialmente vivo y confiable. Así se sentía la tela cuando mis manos se aferraban a ella sin piedad mientras mi abuela me arrastraba a mil por hora por el suelo de su pequeño departamento en la ladera de Costa Bastos, que llevaba al barrio de Santa Teresa, en Río de Janeiro. Era un departamento de piso de madera con una cocina estrecha, donde mi abuela cocinaba pollo a la cerveza los fines de semana. Había muchas plantas y una gran ventana de aluminio por donde se veía el reloj de la Central, edificio emblemático de la ciudad de Río de Janeiro. 

En este departamento aprendí a volar: la primera y única vez que volé en mi vida fue de la habitación a la sala, cruzando lentamente el pasillo y aterrizando con dificultad junto al sillón, interrumpiendo la concentración de mi abuela, que siempre leía las noticias por las mañanas. Ella aprendió a leer sola, con los periódicos de los puestos de calle de Río de Janeiro, después de haber migrado de Pernambuco a dicha ciudad maravillosa. Siempre me dijo que por eso cultivaba una gran pasión por aquellas páginas llenas de pequeñas letras en blanco y negro, que después de algún tiempo de manipulación manchaban las puntas de los dedos con su contagiosa tinta negra.

Este fue el recuerdo que compartí en el taller de Anumã, que comenzó con niños y adultos dibujando un elemento que marcó nuestra infancia en un papelito, para luego compartir con todos el porqué de ese dibujo, y lo que significó para nosotras. Yo dibujé la tela verde que mi abuela convertía en montaña rusa, en el resto del grupo hubo de todo: gatos, árboles, canoas y muchas otras entidades hechiceras acompañantes de las infancias. Las narrativas sobre sí surgían centradas en la construcción sensible y política de un nosotras, así que cuando nos dimos cuenta, cada una ya estaba contando un poco de sí misma mucho más allá de las funciones que ocupábamos en las rígidas estructuras laborales de “profesora”, “alumna”, “empleada” o incluso “madre”, dentro de una u otra institución, fuera la escuela, la ONG, o la propia familia. 

La capacidad de la memoria de reorganizar la experiencia a partir de la práctica colectiva es muy poderosa. Es impresionante la fuerza que pueden cobrar las emociones cuando son conjuradas como productoras de conocimiento legítimo, reconociendo su importancia epistémica para la circulación de saberes y procesos de aprendizaje. Así que las emociones y la memoria surgen como territorios importantes para esas pedagogías, pues reconocen otros lenguajes del saber que escapan a las separaciones modernas del conocimiento, haciéndolas vulnerables. Territorios como el cuerpo, las emociones, los deseos, las memorias, los sueños, entre tantos otros, mueven las estructuras cartesianas del saber, llamándonos al ejercicio de “mirar con todo el cuerpo”11.

En un determinado momento del taller en Anumã, las educadoras propusieron que escribiéramos en unos papelitos algún otro recuerdo importante de nuestra infancia, esta vez de forma anónima. Después de un rato escribiendo, reunimos todos los papelitos y empezamos a leer juntos lo que nos contaban. Había uno sobre un niño que una vez logró pescar un boto12; el adulto que lo había escrito se identificó y comentó que los botos ya no se acercaban a la comunidad como antes, cuando él era niño. En las infancias compartidas había muchas memorias relacionadas al río: ir en canoa a estudiar a la comunidad, aprender a remar para ayudar a los padres, aprender a pescar, soñar con una rabeta13 para poder viajar por el río sin tener que remar tanto, entre muchos otros. 

El río que emergía de los recuerdos era al mismo tiempo camino y misterio, visible e invisible, lugar para jugar y para encontrarse con los encantados. Se materializaba de muchas maneras en los recuerdos, pero nunca como recurso para el capital. Los recuerdos, a la vez que revelaban las relaciones que dan vida al río, también mapeaban en qué lugares ese tejido está actualmente roto, y cómo ha sido alterado: la escasez del pescado, las sequías extremas, el descontrol del pulso de inundación de los ríos, el garimpo y la contaminación del río por mercurio, la distancia y la muerte de los animales, entre tantos otros ejemplos. Así, los recuerdos compartidos se abren y rompen con la linealidad del tiempo, conjurando otros mundos posibles, y evidenciando el (corto, pero devastador) trayecto de las formas capitalistas en la vida junto al río. 

Recordar, como nos dice Elia Méndez García, trae toda una complejidad de emociones y significados conjurados colectivamente con y desde lo que se recuerda. Son estas emociones compartidas por quienes recuerdan las que dan sentido y fuerza a lo recordado. El acto de recordar juntos moviliza la complejidad de los "tiempos mixtos"14 de la vida través de un ejercicio colectivo de dar sentido a las diferencias y contrastes entre esas distintas temporalidades y emociones. Es decir, este acto de dar sentido a los acontecimientos en el tiempo presente implica necesariamente desplazar, desordenar y reorganizar las estructuras y temporalidades de la vida. Por eso, mientras conjurábamos los recuerdos, todo se movía.

Hacer vulnerable y frágil el pensamiento

Pero ¿por qué todo se movía? ¿Por qué se siente tan poderoso el acto de recordar? Según Méndez García, la potencia de recordar abre la posibilidad de reorganizar y resignificar la experiencia colectiva. Son momentos donde se permite la transformación del mundo como lo conocemos desde la circularidad entre razón-emoción, reanudando los vínculos entre ambos, y subvirtiendo el orden moderno-colonial. Desde esa perspectiva, recordar constituye un saber, y un saber que puede convertirse en práctica insurgente y rebelde15.

Me parece que parte importante de este proceso de reorganización y transformación de la experiencia a partir del recuerdo está vinculado con hacer vulnerable, o frágil, el pensamiento. La potencia de recordar produce un estado de vulnerabilidad y apertura colectiva que le permite mover las cosas de lugar, haciendo con que "el pensamiento entre en estado de rebelión"16. O, en otras palabras, permitiendo un movimiento de reorganización y transformaciónde la rígida estructura del orden capitalista.

Eso de hacer vulnerable el pensamiento es importante para las prácticas pedagógicas emancipadoras, pues en ellas aprendemos cuando nos hacemos vulnerables juntos, conectando saberes y aperturas en nuestras prácticas buscadoras.

La educación y la pedagogía se convierten entonces en lugares que cultivan esa vulnerabilidad y apertura colectivas como puntos de partida para poner el pensamiento en estado de rebelión, es decir, como puntos de partida para que la pedagogía se transforme en práctica emancipadora.

En Anumã, al compartir recuerdos sobre nuestras infancias, terminamos conjurando un río Tapajós muy distinto de aquel creado por el capitalismo. Un río que se constituye de las relaciones multiespecíficas y los entramados cosmopolíticos que dan vida a sus aguas, entre humanos, encantados y peces. Conjuramos un río que existe desde los juegos de los niños y la proximidad de los botos; un río de un “futuro ancestral”17 muy distinto de aquel de los navíos de soya y balsas de garimpo. En esas situaciones, la pedagogía anima lenguajes políticos que atraviesan diversas corporalidades, marcando un modo de hacer y una forma de colectividad que desafía y tensiona las mediaciones capitalistas. La potencia de recordar, por lo tanto, se vuelve una importante herramienta de lo común, permitiendo que, a pesar de la presencia brutal de un río contaminado con mercurio y todo tipo de insumos de la agroindustria, se recreen formas de vida insurgentes y rebeldes al metabolismo capitalista.