Your registration could not be saved. Please try again.

Ivan Illich

El aire es una inmensa biblioteca. Otra pedagogía de Iván Illich

10.10.2023

por Guillermo Canek García

En el sonido de las que Illich denomina ‘comunidades de los bisbiseantes’ pueden entreoírse formas de sociedades más flexibles, más indisciplinadas, conectadas de maneras menos jerárquicas y más proclives a conformar aquello que también en La sociedad desescolarizada llama ‘tramas de aprendizaje’.

Ivan Illich. Cortesía: Settimana News.

Pensador polifacético —filósofo, teólogo y pedagogo—, Iván Illich (1926-2002) es recordado mayormente por sus diatribas contra el sistema escolarizado, la Iglesia, los sistemas de salud (a los que llamaba la Némesis Médica) o las industrias modernas y su voraz consumo de energía; todas aquellas instituciones que, en su opinión, sustentaban las “certidumbres de la modernidad”. La amplitud de su crítica y radicalidad de sus ideas le valieron para convertirse en un pensador altamente polémico a finales del siglo pasado, por lo que resulta curioso que, justo cuando se han agudizado los problemas que señaló con pertinencia hace décadas, Illich se haya convertido en un filósofo un tanto marginal o fechado, incluso en un país como México donde animó tantas conversaciones, principalmente a través del Centro Intercultural de Formación, llamado posteriormente Centro Intercultural de Documentación, en activo en Cuernavaca de 1961 a 1976. Acaso la puntualidad histórica de sus críticas haya dificultado su trascendencia intergeneracional, o acaso actualmente, en tiempos de furia cuasi-apocalíptica, resulte naive su convicción antiindustrial. El paso de su actividad más abiertamente militante (simbolizada por textos como La sociedad desecolarizada, Alternativas o Némesis Médica, escritos en los setenta), al recogimiento erudito de un texto como En el viñedo del texto, que retoma su afición juvenil por los estudios medievales, se convierte así en la oportunidad idónea para articular un Illich más subrepticio y, tal vez, con un filo más silencioso y amenazante.

Una pedagogía de lo vibrátil

Hay una pedagogía oculta para los oídos atentos en el Iván Illich menos obvio. No es el Illich célebre de La sociedad desescolarizada (1971) sino el de En el viñedo del texto (1993), libro menos famoso pero que el propio pensador consideraba su trabajo más logrado: en él encontramos una pedagogía que aquí defenderemos como fonológica, una pedagogía de lo vibrátil, de las resonancias y de los murmullos. Es una pedagogía que, casi sin proponérselo, podría servir como sustento al modelo social descentrado, disperso y, por supuesto, desescolarizado de sus estudios de décadas anteriores. En el sonido de las que Illich denomina ‘comunidades de los bisbiseantes’ pueden entreoírse formas de sociedades más flexibles, más indisciplinadas, conectadas de maneras menos jerárquicas y más proclives a conformar aquello que también en La sociedad desescolarizada llama ‘tramas de aprendizaje’1.

Ya el propio término ‘bisbiseante’, con esa base onomatopéyica casi cómica, da la clave de las características de la comunidad de Illich. En ella, el libro no ha dejado de ser un nodo material y sus signos, por tanto, no han sido descorporalizados; el texto, en resumen, no ha sido “separado de la realidad física de la página”. Correlativamente, en el reino de lo bisbiseante “cada murmullo, cada rugido de palabras es […] uno de los lugares de la comprensión, la alteridad y el conocimiento”2. Así, por el entrecruce constante de esas sonoridades apenas inteligibles, el aire se transforma en “una inmensa biblioteca”3. Los bisbiseantes y los libros que originan sus murmullos conforman tramas tan materiales como efímeras, que requieren de la participación activa de cada uno de sus integrantes y, sobre todo, de su escucha dinámica.

La lectura silente

La tesis central de En el viñedo del texto es sorprendente, al provenir de una idea que parece tan minúscula y cotidiana pero cuyas causas y consecuencias son altamente significativas: Illich estudia el momento histórico en que se comenzó a leer en silencio. Ni más ni menos. Ciertamente, detalla Illich, “la lectura en silencio se practicaba a veces en la Antigüedad, pero se consideraba una proeza. Quintiliano habla con admiración de un escriba que podía visualizar una oración entera antes de leerla en voz alta”. Agustín, siglos después, “quedó asombrado por su maestro Ambrosio, que en una ocasión leyó un libro sin mover los labios. Los escribas copiaban los libros normalmente mientras eran dictados por otra persona. Cuando estaban solos, frente al original, lo leían en alto y transcribían todo lo que podían mantener en su memoria auditiva”. Los scriptoria de los primeros monasterios, resume, “eran lugares ruidosos”.

Retrato del autor Vicente de Beauvais en un manuscrito de su Speculum Historiale, circa 1478–1480. British Library, Creative Commons, dominio público.

Illich nos introduce a un escenario cargado de signos atados a sus enunciaciones corporales: a una dinámica que, para ser significativa, requiere aire articulado, medios para desplazarlo y membranas que lo decodifiquen. A un escenario que asociamos más al intercambio tumultuoso del mercado que al convento.

A estas alturas, podríamos convenir que debió existir una dialéctica que contrapunteara el momento extrovertido de esta lectura colectiva para permitir su momento meditativo. Pero, explica Illich acudiendo a Hugo de San Víctor, la meditación era una “actividad de lectura intensiva, y no una pasiva inmersión quietista en los sentimientos”. La meditación es así descrita “por analogía a los movimientos corporales”:

«El lector moderno concibe la página como una placa que entinta la mente, y la mente como una pantalla sobre la que la página se proyecta y desde la cual, en un vuelo, puede desvanecerse. Para el lector monástico, a quien Hugo se dirige, la lectura es una actividad mucho menos fantasmagórica y mucho más carnal: el lector comprende las líneas moviéndose según su latido, las recuerda recuperando su ritmo, y piensa en ellas como si las colocara en su boca y las masticara. No es de extrañar que los monasterios que precedieron a las universidades se describan en varias fuentes como los hogares de bisbiseantes y masticadores».

Illich establece una clara diferenciación con el lector moderno y, sin embargo, no hace de la imprenta moderna y sus tipos móviles y “fantasmagóricos” el punto de inflexión histórico de la lectura silente. ¿En qué momento, entonces, sucedió ese recogimiento reflexivo que reconocemos actualmente como condición sine qua non de la actividad intelectual o meditativa? Illich data una serie de cambios históricos alrededor del siglo XII: “Hacia 1140 se pasa una página. En la civilización del libro se cierra la página monástica y se abre la página escolástica”. Se importa una técnica de fabricación de un nuevo plástico, el papel, importado de China, y en él se comienzan “a ordenar alfabéticamente las palabras clave, los índices temáticos, y una manera de planificar la página apropiada para su examen en silencio”. Entonces toma una nueva dimensión una técnica llegada al continente europeo desde Irlanda en el siglo VII: dejar espacios entre las palabras individuales. Sorpresivo descubrimiento de Illich, pero lógico con su planteamiento: “cuando esta técnica se hizo común, los escritorios monásticos pasaron a ser silenciosos: los copistas podrán captar las palabras individuales con sus ojos como si fueran ideogramas y transferirlas a la página en la que estaban trabajando”.

En este siglo XII de nuevos materiales se construyen los primeros libros verdaderamente portátiles: ese dispositivo ligero es acompañado por un flujo de narración que se ha cortado, a su vez, en párrafos. Antes, si se hojeaba un libro “esperando encontrar un pasaje determinado, se tenía tantas posibilidades de encontrarlo como si se abriera el libro al azar”. Ahora, mediante “la nueva composición de la página, la división por capítulos, las distinciones, la numeración uniforme de capítulos y versículos, el novedoso índice general, que permite concebir el libro como un todo, los sumarios que al comienzo de cada capítulo hacen referencia a sus subtítulos, las introducciones en las que el autor explica cómo va a construir su argumento”, etcétera, se hace eco de “un nuevo deseo de orden” con resonancias en la arquitectura, el derecho, la economía y las nuevas ciudades, “pero en ningún lugar con tanta claridad como en la página”.

En el contexto de la Reforma Gregoriana, que tendría como efecto final lo que ahora se conoce como Revolución del siglo XII, igualmente se comienza a escribir en las lenguas vernáculas y no exclusivamente en latín; plasmar el habla cotidiana en signos alfabéticos permite que esta se conciba como un deletreo de los propios pensamientos y se generalice una suerte de abstracción del lenguaje: su efectiva pronunciación es ya solo una de sus facetas. Las figuras que así aparecen en las páginas, resume Illich, ya no son tanto “detonantes de patrones sonoros, como símbolos visuales de conceptos”. Y sus lectores ya no se aproximan al libro “como a un viñedo, un jardín o el paisaje de una arriesgada peregrinación”, sino como a un tesoro, a una mina o un almacén. Nos encontramos ahora ante el texto escrutable, ante “una pantalla sobre la que se refleja el orden dispuesto por la mente”. Siglos antes de la imprenta y del cogito cartesiano, y ciertamente mediante un proceso gradual, lento y complejo, que sobrepasa el mero contexto del libro monástico, la vida mental comienza su recogimiento, su camino de abstracción hacia el solipsismo y la cerrazón sensible. El signo se desinfla hasta convertirse en un fantasma silencioso.

La Magna Carta (originalmente conocida como la Carta de libertades) de 1215. British Library, Creative Commons, dominio público.

La comunidad de los bisbiseantes

Decía que En el viñedo del texto hay una pedagogía oculta porque, al mostrar el giro histórico de la lectura, desnaturaliza lo que consideramos sus características inherentes. No me interesa aquí proponer una vuelta a “la vieja práctica lectora” porque tal ejercicio es estéril y, en última instancia, imposible; tampoco busco jerarquizar modos de lectura. Me basta, por ahora, con mostrar el desplazamiento que propone Illich porque nos permite prever desplazamientos futuros, vías posibles de transformación para las prácticas comunitarias. Tras el ropaje de erudición de En el viñedo del texto pueden percibirse, para usar un término dePaulo Freire, ‘inéditos viables’4 o, mejor dicho en este contexto, ‘inauditos viables’ —es decir, creo que la comunidad de Illich, más que un testimonio del pasado, describe una ruta a construirse en el porvenir.

Recupero aquí el interesante concepto de Freire porque lo considero un concepto fuertemente materialista y antiutópico, en el sentido en que, para realizarse, no depende de condiciones trascendentes ni ordenamientos arbitrarios. El inédito viable se articula con condiciones dadas, determinadas, no por ello menos abiertas a transformaciones imprevisibles. La desnaturalización abierta por el bisbiseo illicheano puede ayudarnos a imaginar tanto nuevos tipos de comunidades como prácticas de escucha que ayuden a conformarlas. Una cuestión por la que considero a la comunidad de los bisbiseantes como un inaudito viable y no una mera curiosidad erudita o historiográfica, es que su carácter comunitario pende de estructuras extrañas, incluso para lo que normalmente consideramos una vida monástica: hay algo en su resonancia que excede incluso la dialéctica entre una meditación interna o externa, entre la “página monástica” y la “escolástica”.

–Pedro el Venerable (1092/1095–1156) se sienta de noche en su cama masticando infatigablemente las Escrituras, dándoles vueltas en su boca durante las horas nocturnas.

–Entre las oraciones de medianoche y el amanecer, Juan de Gorze (muerto en 976), “da vueltas a los salmos como una abeja con un continuo murmullo callado”.

–Para Gregorio Magno, “las Sagradas Escrituras son a veces comida, a veces bebida. Leyéndolas, uno encuentra miel cuando prueba la dulzura del entendimiento divino”.

–Bernardo de Claraval cuenta en una carta cómo su corazón se calentó dentro de él toda la noche, “y se encendió un fuego en mi meditación”, mientras leía las Escrituras para preparar su homilía.

Cristo Pantocrátor sentado en una "U" mayúscula en un manuscrito iluminado de la Badische Landesbibliothek, Alemania, circa 1220. Creative Commons, dominio público.

Los ejemplos que recoge Illich nos muestran a los religiosos en experiencias solitarias que, sin embargo, al ser enunciadas, es decir, corporalizadas, pueden superar los muros del edificio monástico. Los murmullos de estas abejas medievales comparten una locación pero no necesariamente conforman un auditorio: acuden a una misma fuente, las Escrituras, pero su ejercicio ilocutivo se desborda en oleadas sensibles heterogéneas. No son en absoluto individuales, como las entendería el liberalismo siglos después, pero tampoco se sellan herméticamente en una colectividad homogénea, como acaso lo querría el propio cristianismo. Estos ejemplos están más cerca de la tensión singular-plural que Jean-Luc Nancy propondría en fechas cercanas a la redacción de En el viñedo del texto, tras la ruina de la experiencia soviética y su colectivización estatal, pero también con los signos ineludibles del malestar neoliberal y su individualidad aislante y despolitizante.

El elemento que vuelve irreductible esa tensión, que no permite que se solucione en una síntesis, es el propio sonido. Como si se tratara de una pieza de Charles Ives —y su famosa pregunta sin respuesta, sin síntesis, precisamente—, las capas sonoras de la comunidad de los bisbiseantes se sobreponen en el aire temporalmente, conforman al vuelo un cuerpo de mayor complejidad y, con la misma ligereza, vuelven a separarse y dispersarse. Los signos de la biblioteca del aire forman tramas así de dinámicas, extrañas incluso para el propio cuerpo del individuo, que también alcanza un momento de dispersión.

«Sabemos que cuando el abad Bernardo hablaba, contaba o dictaba un paisaje, su amanuense escuchaba y murmuraba. Cogía lo que Bernardo dictaba y, según la concepción de su tiempo, luego lo dictaba murmurando a su propia mano: la boca del escriba guiaba la mano que sostenía el stylus».

Creo que no hemos alcanzado el nivel de extrañamiento del cuerpo del abad Bernardo, porque su murmullo es un sonido que escucharemos apenas en el futuro. Esa es la vía que enseña el sonido, su pedagogía vibrátil, la trama política en espera de conformarse, es decir, pronunciarse.