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Gego

Anudamientos afectivos

23.11.2023

por Mónica Amor

A Irene Small1

Este texto se basa en el libro de Mónica Amor Gego: Weaving the Space In Between (New Haven: Yale University Press, 2023).

«Las mentes y las vidas no son entidades cerradas que pueden enumerarse y sumarse; son procesos abiertos cuya característica más destacable es que continúan. Y al continuar, se enlazan unas a otras, como las múltiples hebras de una cuerda... Pero esta cuerda está siempre tejiéndose, está siempre en proceso y, como la misma vida social, nunca se acaba [...] siempre ha de haber cabos sueltos».

Tim Ingold2

No cabe duda de que la obra de Gego es fruto de alianzas afectivas y de un ethos colaborativo que fue tan importante como su formación en arquitectura e ingeniería3. Es bien sabido que su entorno doméstico, situado desde principios de la década de 1970 en el edificio Loma Verde —diseñado por el arquitecto Jimmy Alcock, donde habitó con su pareja, el diseñador Gerd Leufert—, era visitado frecuentemente por estudiantes y colegas. Pero incluso antes (y después) de las visitas vespertinas, los intercambios y diálogos de Gego y Leufert con sus vecinos —la crítica Lourdes Blanco y el director del Museo de Bellas Artes de Caracas (MBA), Miguel Arroyo— impregnaban sus rutinas. Fue Lourdes quien escribió el primer texto sobre la Reticulárea (1969), con motivo de su instalación inaugural en el MBA, y quien nos recordó más tarde que la pareja de artistas se había mudado de una casa en Las Mercedes al penthouse B del edificio Loma Verde atraídos por la idea de convertir la amplia terraza en un taller y estudio. Desde este edificio encumbrado en una colina, y desde la terraza de su apartamento, Gego y Leufert tenían pleno acceso a unas vistas que atravesaban el corredor este-oeste de la ciudad de Caracas4. La terraza, así como las áreas de descanso y comedor, eran un centro de actividades entre amistades y colegas —reanimaciones que recordaban las visitas de artistas y amistades a la casita que Gego y Leufert ocuparon cuando vivían en la localidad costera de Tarma, allá por los años cincuenta—. En 1958, su amistad con el artista Alejandro Otero conduciría también a una invitación para impartir clases de escultura en la Escuela de Artes; este sería el inicio del recorrido docente de Gego, que se extendió por tres décadas. Apenas el año anterior había comenzado a crear esculturas constructivistas basadas en formas geométricas, hechas con bandas metálicas, que fueron registradas cinematográficamente por el artista Carlos Cruz Diez en un cortometraje titulado Metal Alive (1959) La exploración cinética del film se grabó en los espacios de la recién fundada Escuela de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela, donde Gego también impartiría clases.

Gego: "Reticulárea" en la Galería de Arte Nacional, Caracas (1981). Foto: Christian Belpaire. Cortesía: Fundación Gego.

Muchos otros encuentros se producían en los nuevos espacios urbanos e institucionales que surgieron en Caracas en aquella época. Por ejemplo, en el Centro Profesional del Este, un centro para arquitectos, diseñadores y artistas ubicado en un edificio diseñado entre 1951 y 1952 por los arquitectos Jorge Romero Gutiérrez, Pedro Neuberger y Dirk Bornhorst. El complejo pretendía agrupar a diversos profesionales de los sectores de la planificación y la construcción cuyo trabajo se basaba en la colaboración. El Centro se organizó en torno a espacios de trabajo, ocio y servicios, que incluían una galería de exposiciones, un bar, un restaurante, un gimnasio, una piscina, entre otros. Estos espacios fomentaban el uso de áreas comunes donde los profesionales podían socializar y comprender mejor el proceso colectivo de construcción del país. Fue aquí donde Gego participó, junto con otros artistas abstractos, en una muestra organizada para homenajear a Soto, donde expusieron principalmente sus amistades5. También fue en el Centro, en un evento organizado por la revista Integral, donde Arroyo conoció a Gego y a Leufert. Siguió una estrecha relación, tanto de colegas como afectiva, que desembocó, en 1960, en una petición de Arroyo hacia Leufert para dirigir el Departamento de Diseño y la colección de dibujos y grabados del Museo de Bellas Artes de Caracas.

Para Gego, los años sesenta fueron una década rica en experimentación y las artes florecieron bajo la égida de diálogos fecundos, sustentados en un esfuerzo concertado por hacer cultura. Paralelamente a las esculturas constructivistas que requerían la mano de obra externa de un soldador, comenzó a explorar el ensamblaje desarrollando estrategias de enlace que ofrecían una liberación del modelo geométrico planificado de antemano.

Estas técnicas y el uso de varillas finas de aluminio en obras de pequeño formato, que tituló Líneas (1969), sirvieron de base para la realización de redes metálicas sustentadas en un módulo triangular, que se produjeron durante los primeros meses de 1969, y que Gego llamó reticuláreas. Las reticuláreas consistían en unir y anudar varillas de metal compradas en una ferretería o en una tienda de artículos de pesca que quedaba frente a su estudio. Había que torcer el extremo de cada varilla en forma de bucle para facilitar el enganche de una con otra y la expansión de los módulos triangulares que generaban la red. Y aunque había poca mediación entre la mano y el material, había muchas herramientas y trabajo por hacer. Especialmente después de que Arroyo sugiriera a Gego de crear una ambientación para utilizar la pequeña sala que le habían asignado en el MBA, en lugar de pensar en cada red como una pieza individual. Hasta qué punto esto afectó los parámetros de producción de la pieza, queda registrado en el folleto oblongo de nueve por ocho pulgadas diseñado por Leufert, que acompañó la exposición de 19696. En este, en la página de créditos, reconoce a Arroyo como colaborador de la obra final, mientras que una lista de nombres (de pila) identifica a los siete "ayudantes" que requirió para "tejer" la obra. Sin duda, la Reticulárea —como tituló el ambiente resultante , con aportes del crítico Roberto Guevara— proporcionó a la artista importantes lecciones sobre el trabajo en equipo, afines a la actividad colectiva de la artesanía y la organización de talleres que ella conocía y que Arroyo —quien era un hábil ceramista— defendió enérgicamente durante los años cincuenta.

De hecho, la organización de talleres marcó la obra de Gego7. Esto se remonta a su formación en arquitectura e ingeniería, pero también fue una extensión de la lógica de trabajo de la empresa de muebles que creó en los años cuarenta, mientras negociaba su situación de inmigrante en una ciudad donde había tanto por hacer. En Muebles Gunz, Gego supervisaba una plantilla de unas diez personas que se dedicaban al trabajo estructurado y repetitivo de fabricar elementos modulares que serían luego ensamblados.

Gego adoptaría este compás de la rítmica corporal de la artesanía en la fabricación de sus redes, que también evocaba los gestos reiterativos de mallar, anudar y tejer, característicos de los entornos artesanales. Era un trabajo que socavaba el mito de la división tajante entre bellas artes y artesanía, artista y artesano, hábito y creación, singularidad y repetición.

Gego: Reticulárea, Sala Permanente (Caracas, 1981). Cortesía: Fundación Gego.

Estas fronteras se difuminaron también de otras maneras. Entre 1960 y 1967, Gego estuvo involucrada en el Curso Básico de Composición de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. El curso introducía a los estudiantes en los fundamentos de la representación espacial, con los objetivos de estimular la creatividad y la sensibilidad visual, entrenar la percepción visual y táctil, y familiarizar a los estudiantes con el vocabulario plástico de uso común en disciplinas generadoras de formas como la arquitectura, las artes visuales y el diseño. Los conceptos de espacio, volumen, forma, superficie, estructura, textura, línea, color, plano, masa, etc., eran los elementos básicos de este lenguaje. En 1964, la artista se incorporó al Instituto de Diseño Fundación Neumann (IDD), del que era miembro fundadora, y donde, hasta 1970, impartió cursos introductorios que más o menos reproducían su enseñanza en la Escuela de Arquitectura. Allí dirigió también, entre 1971 y 1976, un seminario de relaciones espaciales que supuso una estrecha relación con sus alumnos. Leonel Vera y George Dunia recuerdan que Gego se sentaba con ellos en el aula para trabajar en complejos modelos geométricos, y que la relación entre profesora y alumnos era de exploración y descubrimientos compartidos8. El Instituto y su gente eran un verdadero eje de experimentación y rigor que trascendía a la vida y el trabajo que ocurría en Loma Verde. Allí, el taller de Gego no parecía el estudio de una artista sino un taller sumamente organizado: era una sala de trabajo llena de herramientas y materiales para montar y arreglar cosas, para crear y desarmar modelos, para conservar y reutilizar elementos. De hecho, el estudio de los volúmenes y la geometría, así como su organización en el espacio, debía aprenderse de manera analógica (en palabras de Gego). Las formas abstractas de la geometría debían construirse con las manos y manipularse en el proceso de creación de modelos. A través de la manipulación colectiva y experimental de materiales y formas, y la documentación rigurosa de estas actividades en dos y tres dimensiones, se podían aprehender mejor las relaciones entre las formas. Varias obras de Gego de los años setenta, como Tres Icosidodecaedros y Siete Icosidodecaedros, ambas de 1977, parecen traducciones de los modelos geométricos considerados en el marco pedagógico del IDD. Durante estos años —observa Lourdes Blanco—, en las dos paredes principales de la sala de estar del penthouse B, se instalaron dos rieles para colgar y exponer temporalmente obras de Gego y Leufert, para ser mostradas y comentadas con amigos y colegas. También se colgaban obras de amigos como Nedo o Eugenio Espinoza. “De este modo”, escribe Lourdes, “la sala de estar se convirtió en una pequeña galería accesible a amigos y alumnos”9.

El taller doméstico era el epicentro de la vida y la obra de Gego. Algunos de sus alumnos cercanos, como George Dunia, Leonel Vera, Álvaro Sotillo, Sigfredo Chacón y Ruth Auerbach, han señalado las fluidas transiciones que se producían entre el aula y este espacio. Junto a Leufert, las discusiones vinculadas al trabajo continuaban y fluían en distintas direcciones, se prestaba ayuda cuando era necesaria, se asistía a inauguraciones, se visitaban exposiciones juntos, se diseñaban publicaciones y logotipos, se comía, se bebía y se tomaban "cafecitos". Tanto Sotillo como Chacón recuerdan un inventario de amigos que entraban y salían, y que compartían estética y profesionalmente desde un profundo afecto mutuo; entre ellos estaban: Ibrahim Nebreda, Roberto Obregón, Oscar Vásquez, Waleska Belisario, Glenn Sujo, Valerie Brathwaite y Miguel Miguel.

El IDD y su gente estuvieron activos en paralelo a otras formaciones colectivas, colaborativas y afectivas que caracterizaron la vida cultural venezolana desde los años cincuenta. Por ejemplo, la iniciativa Cruz del Sur, una librería (1944) y una revista (1952) fundadas por Violeta Roffé y Alfredo Roffé, que más tarde incluyó también una galería. Esta empresa, que funcionó como un centro para artistas e intelectuales, fue un modelo de colaboración que floreció como alternativa a los lineamientos autoritarios y monumentales del régimen dictatorial. Fue también Violeta Roffé quien, entre 1950 y 1953, con la ayuda de Miguel Arroyo y la educadora Sara Mendoza, emprendió una cooperativa en la localidad rural de Tejerías. Junto a un grupo de estudiantes universitarios, campesinos, obreros, artistas y educadores, levantaron viviendas, una escuela y talleres para explorar la posibilidad de llevar adelante una comunidad radical y alternativa. Esta experiencia sería retomada por estudiantes del IDD en Tarma, a través de una ambiciosa agenda que convocaba a la acción popular y juvenil bajo el nombre de Arte y Vida. Esta iniciativa también funcionó como una cooperativa en la que los miembros del IDD se involucrarían en un aprendizaje compartido con la población autóctona de Tarma. Arte y Vida pretendía avanzar modelos de autodeterminación creativa y autoabastecimiento, a favor del consumo racional y en contra del despilfarro y la alienación capitalista. Esto debía lograrse mediante un redescubrimiento de la vida sensorial al nivel micropolítico de lo cotidiano. La creatividad basada en la convivencia entre naturaleza y cultura, lo hecho a mano, lo residual, las técnicas y materiales autóctonos, se fomentó a través de talleres, encuentros educativos, excursiones y reuniones sociales. El diseño se reformulaba como un modo de agencia social basada en la reutilización, la conservación y las soluciones adaptadas; en suma, Arte y Vida proponía una hermenéutica situada que permitía “nuevos modelos organizativos, de convivencia, de producción y consumo”10.

Gego era tan solo miembro del consejo asesor de la Fundación Arte y Vida, pero los estudiantes del IDD consideraron que su relación con ese pueblo era clave, al punto de decidir operar allí. Gego vivió con Leufert en Tarma [actual estado La Guaira] de 1953 a 1956; allí se sumergió en una fase de descubrimiento del entorno natural de su país de adopción, al tiempo que daba rienda suelta a sus inclinaciones artísticas con exploraciones en los medios del dibujo, el grabado y la acuarela. Tarma fue también el lugar donde, tras una década de ajustes y aprendizaje después de su traumático desplazamiento de Alemania, se le presentó la posibilidad de una renegociación del yo. Pero Tarma, el lugar de los inicios artísticos (y no de sus orígenes) fue también un componente fundamental de una ecología estética que, como puso de relieve Arte y Vida, reunía una heterogeneidad, conectividad, contingencia y otras formas de conocimiento: local, efímero, colaborativo, artesanal, contextual y residual. Sin duda, las obras del último cuerpo de trabajo de Gego —los Bichitos, los últimos Dibujos sin papel y las Tejeduras— exploran esta economía residual de la reutilización.

Fue en ese entorno de taller, repleto de herramientas, materiales, residuos y objetos —todos organizados a la medida del tanteo sistemático y tentativo de las manos de Gego—, que los materiales, las técnicas y las formas utilizadas para realizar una obra o una maqueta, o para diseñar dispositivos expositivos, se reutilizaban constantemente para generar otro camino con lo que ya existía. Por "lo que ya existía" no me refiero solo a las varillas de metal que eran habituales en su obra y que importó a los Dibujos sin papel. Me refiero también al montón de elementos residuales que habían servido para crear las técnicas de engarce de sus redes, al sinfín de cajas y envases con resortes, tubitos, nudos, pernos, cadenas y cuerdas, y a los objetos inútiles, ready-made, que empezó a incorporar a sus Dibujos sin papel —como el viejo almanaque de plexiglás de Dibujo sin Papel, nº 10 (1979), o la alfombrilla metálica rota de Dibujo sin Papel, nº 5-A (1983)—. Este entusiasmo por el bricolaje, que hacía del reciclaje un reservorio de posibilidades, permeó la vida y la obra de Gego, y fue fundamental para las ingeniosas soluciones de engarce de sus últimos Dibujos sin papel, sus Bichitos y, por supuesto, sus Tejeduras. El desplazamiento más consciente del soporte de la página al espacio real que se producía en los dibujos sin papel desencadenó formas de inscripción cada vez más inspiradas en el espacio vernáculo, cotidiano e inmediato de la artista. Así, la reutilización que hacía de los materiales sobrantes de obras anteriores —pero también, como observó Mariana Figarella en 1984, de materiales procedentes de los ámbitos de la artesanía y la industria (como mallas metálicas, ojales, plexiglás, fundas de cuero, hilos metálicos, alambre trenzado) y elementos residuales (como resortes de bolígrafos, recortes de cadena de bolitas, yesca de encendedores)— le permitió convertir la línea en un bicho, hibridar materialmente sus posibilidades iterativas y ampliar su capacidad operativa para des-designar.

El taller del penthouse B fue el eje de apoyo de estos ensamblajes materiales y afectivos. Era un lugar de problemas y soluciones, pero también de “herramientas para la convivencialidad", para reutilizar el título del libro de 1973 del pensador austriaco Ivan Illich, quien tuvo un profundo impacto en la agenda de Arte y Vida. En él, Illich afirma: “He escogido el término ‘convivencialidad’ para designar lo opuesto de la productividad industrial. Con esto quiero decir interacción autónoma y creativa entre las personas y la interacción entre las personas y su ambiente, y esto en contraste con la respuesta condicionada de las personas a las demandas que les hacen otros y que les hace un ambiente creado por el hombre. Considero que la convivencialidad es la libertad individual realizada en la interdependencia personal y, como tal, un valor ético intrínseco”13.