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Leer el mundo antes de la palabra: legados postneoconcretos y pedagogías decoloniales

08.06.2022

por Jessica Gogan

El arte como acción podía liberarse de los pedestales, marcos o edificios y entrelazarse con la vida, afectando y siendo afectado por la cotidianidad del mundo. La dimensión política y experiencial de ese caminar y dislocación resuena en diversas prácticas artísticas de las décadas de 1960 y 70.

La matriz pedagógica popular [...] no se construye sobre el principio de exclusión de lo diferente, sino por la afirmación radical del lugar desde donde se habla.

Danilo Streck1

El artista y crítico Luis Camnitzer ha sugerido que “la creencia de Freire de que ‘la lectura del mundo precede a la lectura de la palabra’ podría ser tomada como un paradigma tanto para el arte conceptualista como para la nueva enseñanza progresista”2. La alfabetización comienza con el contexto del aprendiente. El arte también. De hecho, como señala el filósofo Enrique Dussel sobre la teología de la liberación, este paradigma es una praxis radicalmente política, que elige deliberadamente no partir de un cuerpo discursivo (arte, educación, literatura, teología) sino “del estado de las cosas tal y como existen realmente”3. En un rechazo decolonial similar a las metodologías académicas tradicionales, el sociólogo Orlando Fals Borda fue pionero en la investigación-acción participativa en la década de 1960, invirtiendo los modelos jerárquicos y proponiendo una dinámica horizontal en la que tanto sujetos como investigadores y profesores pueden hacerse “sentipensantes” (sentir/pensar), afectando lo que llamó una “reciprocidad simétrica”4. Aquí, la investigación se aborda colectivamente y los resultados se socializan de forma crítica.

Dentro de estos paradigmas de lectura del mundo, Paulo Freire, al igual que el filósofo y escritor cubano José Martí antes que él, abrazó una práctica de “andarilhagem” (andar en portugués = ‘caminar, andar’ y andarilho = ‘caminante y peregrino’) —literalmente, caminar deambulando, un morar nómada con la otredad y consigo mismo, una praxis activa de encuentro, una escucha que vincula y responde a las personas, contextos y situaciones. La pedagogía, para Freire, es movimiento, un peregrinaje constante vivido. También es un movimiento en el mundo de las ideas, desafiando supuestos y escuelas de pensamiento, un acto político y deliberado de dislocación, de abrirse al tiempo y al otro. Ese “andar”, como ha señalado John Beverley en relación con los estudios subalternos, no solo es una opción afín a la “escucha de los pobres” de la teología de la liberación, sino también de desmantelar “las relaciones que construyen la distinción élite/subalterno en primer lugar”6.

Es en la “plenitud” de la praxis, del caminar, como señala Freire7, que tenemos la capacidad de afectar y ser afectados simultáneamente. El filósofo Brian Massumi ve esta “afección” como dos facetas de un mismo hecho:

«Una cara se orienta hacia lo que podríamos vernos tentados a aislar como objeto, la otra hacia lo que se podría aislar como sujeto. En este caso, son dos caras de una misma moneda. Hay una afección y acontece en medio de ambas [...] Se empieza en el centro, como enseñó siempre Deleuze, con la unidad dinámica de un acontecimiento»8.

El potencial para modos de investigación y para la práctica artística de este “acontecer en medio de” queda bien reflejado en la figura topológica de la superficie aparentemente doble pero de una sola cara de la cinta de Möbius. Jacques Lacan, al destacar la naturaleza paradójica de las oposiciones binarias, utilizó la figura de la cinta en sus conferencias sobre psicoanálisis. La artista Lygia Clark se apropió radicalmente de su “intermedianidad” para inaugurar su concepto del artista como proponente. La obra Caminhando [Caminando] (1963) de Clark invitaba al espectador/participante a simplemente cortar una versión en papel de la cinta, tomando sus propias decisiones de dirección, velocidad, anchura, tiempo, etc. Fue una revolución en la práctica de la artista y un momento clave de ruptura de la vanguardia brasileña. Caminhando cambió el énfasis del arte como objeto a la acción y la experiencia. Clark reelabora los pliegues de acero predeterminados de la escultura de la cinta de Möbius de Max Bill, Dreiteilige Einheit [Unidad tripartita] (1948-49), premiada en la primera Bienal de São Paulo en 1951, para abrirse al azar y a la posibilidad9. En lugar de una forma concreta, la artista propone el ímpetu, la elección y la duración como rasgos distintivos: el espacio/proceso/tiempo que toma recortar la cinta, creando lo que ella llamó un “nuevo espacio-tiempo concreto”10. En vez de opuestos, hay más bien pliegues, o acontecimientos, como podría llamarlos Massumi, cada uno inseparable del otro y del propio proceso, promulgando, como escribe Clark, un “itinerario interior fuera de mí”.11 El arte permite la acción y una forma de vernos a nosotros mismos en el hacer: caminar, pensar, cortar, hacer.

"O corpo a corpo do domingo". MAM-RJ, 29 de agosto, 1971. Foto: Autor desconocido. Arquivo Frederico Morais.

Arte como acción

Adoptando una praxis similar a la del “andarilhagem” de Freire, el arte como acción podía liberarse de los pedestales, marcos o edificios y entrelazarse con la vida, afectando y siendo afectado por la cotidianidad del mundo. La dimensión política y experiencial de ese caminar y dislocación resuena en diversas prácticas artísticas de las décadas de 1960 y 70, ya sea en la estética del hambre del realizador del Cinema Novo Glauber Rocha o en la de artistas como Lygia Pape y Hélio Oiticica, que dejan de lado museos y galerías y se lanzan a la ciudad en Delírios ambulatórios [Delirios ambulantes]. Para la psicoanalista y crítica Suely Rolnik, este desplazamiento hacia el espacio, el proceso y la experiencia, marca una pulsión para liberar al arte de su confinamiento a un campo especializado, para maximizar su potencial transformador, para hacer de la vida una obra de arte y, de este modo, “contaminar el arte, el espacio social y la vida de los ciudadanos”13. Para artistas como Oiticica, Pape y Clark, el aquí y ahora concreto del mundo era un lienzo vivo en el que la creación podía proponer una conciencia consciente de ser/hacer/experimentar dentro del arte.

El movimiento de arte neoconcreto brasileño (1959-1961), como señaló Pape, había abierto nuevas posibilidades para los artistas, las cuales sentaron las bases para una comprensión del arte como experiencia. El poeta y crítico Ferreira Gullar articuló sucintamente el deseo del movimiento de fundar un nuevo espacio expresivo y detonar una significación afectiva en su “Teoría del no-objeto” (1959), señalando que “el no-objeto no es un antiobjeto, sino un objeto especial a través del cual se pretende realizar una síntesis de experiencias sensoriales y mentales”14. Sin embargo, los acontecimientos políticos y sociales no tardarían en plantear exigencias radicales a esa sensorialidad.

"Um domingo de papel". MAM-RJ, 24 de enero, 1971. Foto: Autor desconocido. Arquivo Frederico Morais.

La monumentalidad y falta de escala humana de la moderna capital brasileña de Brasilia, inaugurada en 1960 y construida desde cero en solo tres años y medio con su llamado “plan piloto” —ideado por el urbanista Lúcio Costa con la colaboración del arquitecto Oscar Niemeyer—, subrayaría el dramático ascenso y caída de los proyectos utópicos modernistas. El contexto político reflejaría, de manera similar, una montaña rusa de posibilidades y fracasos con la dimisión del presidente Jânio Quadros en 1961, tras menos de un año en el cargo, seguida de un aumento del activismo político y social y de la movilización de la resistencia de las élites durante el gobierno del presidente João Goulart (1961-1964). Estas fuerzas en pugna acabaron preparando el terreno para el golpe militar de 1964 y la sucesiva dictadura que duró veinte años en el país (1964 - 1985). En medio de tal fracaso e inestabilidad, el legado sensorial y experiencial del movimiento neoconcreto posterior a 1961 se vería impregnado de la micropolítica de lo que el crítico Mário Pedrosa veía como el potencial del arte para “revolucionar la sensibilidad”15 y, por un sentido de urgencia, como señaló el crítico Roberto Pontual, de pensar a través del arte “en el corazón del subdesarrollo”16.

Al mismo tiempo, la Revolución Cubana (1959) y las guerras de independencia de las antiguas colonias africanas (Argelia, 1954–62, por ejemplo) dieron forma a una conciencia cada vez más politizada de lo que Oticica más tarde llamaría “Subterrânia” (1969), un underground brasileño o latinoamericano que abrazaba las condiciones “sub” de estar ubicados por debajo del ecuador, en formas que, como señala la historiadora del arte Irene Small, “reconocían su especificidad histórica y geográfica no como un límite sino como una fuerza generadora”17. Ya en 1962, Gullar había cambiado radicalmente su anterior postura vanguardista, o más bien había reorientado sus posibilidades, y se había unido al recién formado Centro Popular de Cultura (CPC)18. Afiliado al Sindicato Nacional de Estudiantes, el CPC se esforzaba por reunir diversas formas de arte en las que el potencial de un arte popular revolucionario era visto como un instrumento clave de la revolución social. Aunque la mayoría de los artistas postneoconcretos considerarían esta instrumentalidad didáctica excesivamente panfletaria y limitante de las posibilidades experimentales, existía, sin embargo, un común “apetito por lo popular”, un espíritu central en el Cinema Novo, como señaló el cineasta Carlos Diegues19. Se trata de una especie de exploración estética ética de lo cotidiano, lo político y lo participativo, aunado a una búsqueda de nuevas formas y formatos. El gusto por lo popular, el giro hacia el otro, las sensibilidades revolucionarias y la política de lo subterráneo marcarían por igual las prácticas artísticas emergentes y las pedagogías decoloniales de la época.

Como ejemplo radical de estas sinergias, en el espíritu del uso que dio Clark al Möbius y en la misma medida revolucionarios, los Parangolés (1964) de Oiticica, que presentaban capas vestibles, estandartes e intérpretes de samba de la favela de Mangueira en Rio de Janeiro, desplegaban similarmente ímpetu, arte como acción y conciencia. De manera radical, el artista transforma una experiencia artística contemplativa individual en una experiencia participativa colectiva de vestir y mirar. El arte genera aquí, como señala el artista y activista Augusto Boal en el Teatro del Oprimido, la “capacidad de observarnos en acción”21. Es en este sentido que el arte tiene el potencial de afectar una especie de educación ontológica.

“El arte”, propone el filósofo Fernando Pessoa, “educa a los humanos para que, cuidando la palabra, lleven el ser al habla”22. En un clima de censura y dictaduras (y, podríamos añadir, la persistencia de grandes desigualdades, la alienación social y el resurgimiento de los fascismos contemporáneos) hay una urgencia política de este arte y educación. Las dictaduras operan insidiosamente mediante el control de los cuerpos y las opresiones internalizadas. Es en el nivel “micro” donde se siente lo político y se experimentan las opresiones y, a su vez, donde las acciones micropolíticas se inscriben en un plano performativo23. En este contexto, el tan repetido arte como “ejercicio experimental de la libertad” de Pedrosa es primordial, pero también lo es la conexión con los demás24.

Como apunta Camnitzer sobre el conceptualismo latinoamericano, el arte también consistía en organizar una comunidad receptiva. Aquí el arte, la política, la pedagogía y la poesía podían superponerse, integrarse y polinizarse en un todo25. En Brasil, sobre todo después de la promulgación de la ley de la dictadura (AI-5) de 1968 —una ley constitucional que limitaba la libertad y las reuniones políticas, y preparaba el camino para las detenciones y la tortura, enviando a muchos artistas e intelectuales al exilio—, crear contextos para la experimentación, la comunidad y la conectividad se convirtió en un salvamento comunitario y artístico vital. El Museo de Arte Moderno (MAM) de Rio de Janeiro, que fue el primero en presentar exposiciones neoconcretas, desempeñaría un papel fundamental en los devenires plurisensoriales del posmovimiento. La institución se convirtió en lo que Pedrosa había llamado premonitoriamente en un breve artículo de 1960 titulado “Arte experimental y museos”, un “para-laboratorio”26, bien como lugar de encuentro vital en la cantina del museo o como un taller ampliado para lo que la artista Anna Bella Geiger llamó el interés experimental “extra-artístico” en la educación de la época27.

"O corpo a corpo do domingo". MAM-RJ, 29 de agosto, 1971. Foto: Autor desconocido. Arquivo Frederico Morais.

Como director de cursos en el MAM-Rio, junto con los artistas que impartían clases en el museo, el crítico y comisario Frederico Morais creó cursos y propuestas experimentales libres, como el Curso Popular de Arte, impartido los domingos de 1969 a 1972. También exploró la ciudad como terreno activo del arte y la educación, enseñando sobre arte pop en los supermercados o alquilando tractores para experimentar con el land art. El arte se promovía como una actividad. Estos breves años de ferviente experimentación resultaron en seis happenings participativos llamados Domingos da Criação [Domingos de Creación], en 1971, celebrados en plena dictadura militar. Los eventos atrajeron a miles de personas. Morais los entendió como una forma de reeducación sensorial de masas, haciendo una crítica marxista a la noción burguesa de esparcimiento dominical28. Contra la noción de ocio = no actividad, Morais adoptó el concepto de “crelazer” de Hélio Oiticica, un neologismo del artista [creer = ‘creer’ y lazer = ‘ocio’: ‘creer en el ocio’] que aboga por el ocio creativo29. Los acontecimientos enfatizaban la sencillez de los materiales, lo táctil y lo corporal. Cada uno de los seis domingos tenía un material particular y un tema conceptual que determinaba la naturaleza de las actividades del día: papel, hilo/alambre, tela, tierra, sonido y cuerpo. La idea era demostrar que cualquier material podía servir para hacer arte, pero también para posicionar una subversión antropofágica. El uso de los llamados residuos como material creativo criticaba la industrialización al tiempo que contrarrestaba la inestable imagen de una nación en desarrollo con una promoción real de lo precario. La atención se centraba en el arte como actividad, no como objeto. Lo que más importaba, señaló Morais, era el proceso. Los Domingos, una mezcla carnavalesca de arte, educación, fiesta, patio de juegos y protesta, no solo eran happenings participativos vitales que desafiaban los límites museísticos y artísticos, sino también los de los medios de comunicación, aconteciendo en las portadas de los periódicos y en las columnas noticiosas diarias, yendo mucho más allá de los límites tradicionales de la cobertura y la crítica cultural30.

Los colaboradores de los Domingos, como el director de teatro Amir Haddad y el coreógrafo Klauss Vianna, no muy lejos de iniciativas contemporáneas recientes que defienden prácticas de “descualificación” y “desaprendizaje” como algo tan generativamente creativo como políticamente necesario, adoptaron en su teatro de calle y movimientos de danza el uso de un proceso sensorial activo que denominaron deseducación31. Haddad bromearía más tarde con que la “roda de conversa” [círculo de conversación] se convertiría en una tradición tan opresiva como un busto parlante, pero en aquel momento formaba parte de una serie de formatos, actitudes y prácticas que pretendían deconstruir las narrativas y modalidades hegemónicas32.

Sin embargo, a pesar de estas sinergias, los mundos de la educación popular politizada de Freire y la libertad artística experimental de Pedrosa no se encontrarían. En los años 50 y principios de los 60, en Brasil, se produjeron importantes divisiones entre los abanderados del realismo socialista y los movimientos culturales populares y la élite de la izquierda intelectual —una brecha que continúa abierta, pero que también se ha convertido en un terreno cada vez más fértil para la polinización cruzada y para nuevas posibilidades artísticas, curatoriales, educativas y académicas—. Respecto a esto último, Irene Small, en su análisis de las prácticas de Freire y Oiticica, examinó recientemente los paralelismos y contrastes entre el arte experimental y la educación alternativa33. Tanto el artista como el educador apuntaban a la “liberación” del sujeto a través de nociones de participación. Freire veía la práctica creativa como un medio para la alfabetización y la libertad política y existencial. Oiticica estaba más interesado en estructuras abiertas que permitieran posibilidades creativas, que si bien pueden cambiar el comportamiento e impulsar la acción, solo pueden hacerlo por su sentido fenomenológico de apertura suspendida.

Esta tensión entre lo abierto y lo consecuente, lo posible y lo necesario, y cómo estas cosas podrían entenderse, facilitarse y navegarse, o más bien, cómo una cosa podría ventilar o perforar a la otra, es el enmarañamiento del arte y la educación. No para ser resuelto, sino vivido. Caminado. Como el uso que hace Clark de la cinta de Möbius, una práctica conscientemente comprometida con el ímpetu, que fusiona el arte y la vida para afectar ocasionalmente lo que la artista llamó el “estado singular del arte sin arte”34. Es aquí donde un posible encuentro entre legados postneoconcretos y pedagogías decoloniales podría enmarañarse productivamente, leyendo el mundo antes de la palabra, caminando, en la plenitud de la praxis donde, como sugiere Freire, “la educación es simultáneamente un acto de conocimiento, un arte político y un evento artístico”35.