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Gustavo Esteva

Estado de fuga: el aprendizaje desprofesionalizado de Gustavo Esteva

02.07.2024

por Federico Pérez Villoro

En este contexto, Gustavo Esteva (Ciudad de México, 1936 – Oaxaca, 2022) [...] consideraba que la educación provoca una dependencia jerárquica de los poderes en turno. La cuestión no es reformar políticas públicas o diseñar nuevos modelos para la educación sino construir alternativas a la educación: procesos para recuperar el entusiasmo por el aprendizaje.

Gustavo Esteva, el crítico y activista “desprofesionalizado”, murió en 2022 a los 86 años.

Cortesía: Desinformémonos.

Durante el Foro Estatal de los Pueblos Indígenas de Oaxaca de 1997 se llegó a una conclusión que no debería sorprendernos. Después de un año de discusiones internas, las comunidades participantes declararon que las escuelas son el principal instrumento del Estado en contra de los pueblos originarios. Una verdad inexcusable que permea el presente colonial de México. Durante los meses posteriores, algunas comunidades cerraron sus escuelas y expulsaron a sus maestros. Así lo contaba Gustavo Esteva, el luchador social e intelectual “desprofesionalizado” que murió en marzo de 2022 después de dedicar su trabajo a la crítica de las instituciones educativas1.

Bastaría con referirse a la abolición de las “lenguas indígenas” como estrategia de control durante el virreinato2, o a los castigos implementados para olvidar el idioma nativo en el caso de las comunidades  zoque (autonombrados O'de püt) durante las décadas de 1930 y 19403, o a la engañosa retórica de la educación “intercultural” de los últimos años que se revela como máscara del modelo dominante integracionista. Pero enlistar ejemplos corre el riesgo de restringir un problema sostenido a particularidades históricas. Lo cierto es que la posibilidad de sociedades plurales es contradictoria a la educación ejercida como una estructura política que impone orden al servicio de un poder centralizado4.

Pensemos en que actualmente uno de los criterios principales en el país para reconocer los derechos de una persona indígena —como categoría identitaria atribuida por el mismo Estado— es el habla de una lengua originaria. En contraste, las escuelas han sido un mecanismo severo de castellanización de los pueblos indígenas5.

Por medio de la devastación lingüística y otros procesos desculturalizantes, la escolarización ha impedido la continuidad de los saberes endémicos de las comunidades mesoamericanas y el cuidado sostenible de sus territorios.

Escasez y falsa meritocracia

En este contexto, Gustavo Esteva (Ciudad de México, 1936 – Oaxaca, 2022), quien abandonó la posibilidad de convertirse en secretario de Estado durante el sexenio de José López Portillo6, consideraba que la educación provoca una dependencia jerárquica de los poderes en turno. La cuestión no es reformar políticas públicas o diseñar nuevos modelos para la educación sino construir alternativas a la educación: procesos para recuperar el entusiasmo por el aprendizaje7.

Proveniente de un prófugo del racionalismo académico, su búsqueda de autonomía en el aprendizaje fue más allá de la semántica, abordando los fundamentos económicos que organizan a las sociedades capitalistas. El sentido compartido de la educación como una necesidad se origina, según Esteva, cuando se asume que los deseos exceden a las capacidades individuales de satisfacerlos y a las capacidades sociales para producir suficientes bienes y servicios. Una vez se introduce el principio económico de la escasez como el valor indiscutible que organiza la distribución de recursos, se fomenta la necesidad de entidades privadas y gubernamentales para administrarlos8. La escasez genera un problema de elección frente a las supuestas necesidades, en contraste con los recursos temporales y materiales disponibles. Esta conclusión que ahora damos por sentado, explica Esteva, supone que los recursos son ilimitados y los medios para obtenerlos, limitados, fomentando las más ávidas pulsiones competitivas. Queremos más de lo que podemos tener. Si los problemas se originan en la distribución de bienes infinitos, el desafío individual consiste en transgredir las condiciones dadas. Esta misma lógica se aplica dentro del paradigma educativo: conforme se establece la escasez de escuelas, se codicia la escolarización como la divisa para prepararse para la vida.

La estabilidad del Estado requiere, entonces, de la homogeneización implantada por las escuelas como dotadoras de conocimientos en función del individuo urbanizado. “No fue sino hasta el siglo XVII que surge el consenso de que “el hombre nació incompetente para la sociedad y sigue siéndolo a menos que se le brinde educación”9, nos recuerda Ivan Illich, el filósofo austriaco y colega íntimo de Gustavo Esteva. Dentro de la métrica del modelo humano “ideal” que rige las sociedades industriales, la capacidad de las personas para incorporar saberes desde la experiencia concreta –esa curiosidad investigativa– es suplantada por el consumo impulsivo de conocimientos premanufacturados. 

Es así que la oferta real de las instituciones educativas consiste en legitimar la competitividad bajo el mandato último del capital. El producto adquirido es la certificación del proceso mismo de consumo optimizado para la productividad. La educación, diría Illich, pasó a significar lo contrario de la “competencia vital” para convertirse en una “mercancía intangible”10, siempre disponible para quienes pueden costearla. Las escuelas, por lo tanto, administran la ficción meritocrática en un ciclo de inagotables exigencias que perpetúan las, también, incumplibles promesas del desarrollo individual. En México, por ejemplo, menos del 20% de las personas logran entrar a la universidad y solo la mitad de estas ejercen las profesiones que estudiaron11. No obstante, la trayectoria pedagógica, que va de la primaria a la preparatoria, es profesionalizante, proyectando la educación superior como el espacio permitido para producir conocimientos e incapacitando, así, al enorme grueso de la población.

Es cómodo atribuir los conflictos sociales en el país a la falta de acceso a la educación como una responsabilidad de un Estado proveedor de recursos cívicos. Aunque es válido exigirle al gobierno lo prometido, estas consignas reafirman la autoridad del sistema del que se busca salida y desorientan la voluntad más profunda de desarmar las “certezas” excluyentes que delimitan una idea de país bajo el molde occidental. El México “imaginario” que advirtió Guillermo Bonfil Batalla aún direcciona el mástil nacionalista.

La función colonial de las escuelas se afianza cuando la educación se vuelve gratuita y obligatoria en Francia cien años después de la Revolución. La nación francesa se habría de continuar forjando por medio de la expansión del francés como la única lengua “plena”12. Esta tendencia imperial requería de la uniformidad cultural como punto de encuentro globalizante y, por lo tanto, del sometimiento de otras expresiones lingüísticas. Louis-Jean Calvet describe la obligación moral asumida por el aparato dominante para justificar sus sistemas de opresión. El “deber civilizador” autoasignado por las élites educadas generó un desprecio interiorizado por las “lenguas locales” que era promovido en las escuelas: cada mañana los maestros entregaban al alumnado una moneda marcada con una cruz. Este “símbolo” cargaba en los alumnos la responsabilidad de “liberarse” del vergonzoso objeto pasándolo a sus compañeros a quienes sorprendieran hablando algún idioma que no fuera el francés. Al final del día, el último poseedor de la moneda hacía trabajos forzosos de limpieza13. Hoy en día, nos recuerda Esteva, “los educados del Norte hablan solo el 1 por ciento de los 5000 idiomas que sobreviven temporalmente en la Tierra”14.

Isidro Martínez: 'Fray Pedro de Gante, maestro de los indios' (1890). Óleo sobre tela.

Cortesía: Pinacoteca Artemio del Valle Arizpe / Universidad Autónoma de Coahuila.

Escapar a la educación

En su libro Escaping Education: Living as Learning within Grassroots Cultures, Madhu Suri Prakash y Gustavo Esteva presentan con tenacidad la posibilidad de escapar del régimen educativo. La invitación es clara y abre una brecha más allá de la arrogancia moderna. Rechazar la educación, nos sugieren, requiere dejar de asumirla como parte de los derechos humanos: esos códigos culturales accesibles para la minoría que reducen la condición humana a la escala individual, “la unidad mínima de varias categorías abstractas”15. La legislación de modos elementales de convivencia surge hace unos doscientos años junto con el fin de la Revolución Francesa y la configuración del Estado-Nación como lógica soberana, después de siglos de devastación social y como acuerdos entre los países “desarrollados” para mantener un orden global dependiente de las fuerzas de los mercados16. No se trata de desvirtuar el potencial de los derechos humanos como uno de los pocos mecanismos en Occidente para defenderse de los abusos de la autoridad, sino de reconocerlos como la “expresión jurídica” de costumbres recientes que poco coinciden con aquellas de comunidades organizadas, más bien, desde un sentido heredado ancestralmente de obligaciones compartidas y cargos rotativos. “Se requiere la destrucción de las condiciones de una vida buena subsistente para crear la educación y las demás ‘necesidades’ de un estilo de vida muy específico, culturalmente determinado, no establecido como meta universal, transformando a cada hombre y mujer en un sujeto necesitado con derechos o demandas para la satisfacción de esas ‘necesidades’”17.

La ética comunal es resistente y los procesos regenerativos por medio de los cuales las comunidades protegen su relación con la vida, perduran. Pero rechazar la escuela, claro está, no es una posibilidad inmediata para la mayoría.

Escuela autónoma zapatista (2004).

Cortesía: Andrés Bedia.

Es evidente, por ejemplo, el efecto paralizante de resistirse a incorporar el español frente a la precariedad económica a la que han sido sometidos los pueblos originarios. Como ha registrado con amplitud el antropólogo Benjamin Maldonado sobre el desplazamiento cultural en comunidades oaxaqueñas: “ante la situación de empobrecimiento se requería de la lengua colonial para saber moverse en el mundo impuesto”18. A pesar de reconocer los efectos devastadores de la estructura curricular nacional, no es fácil repeler los pactos “civilizatorios”.

La autoridad que ha asumido la escolarización como la trayectoria legítima para mejorar las condiciones de vida, produce un sentido de dependencia difícil de quebrar. Capacitadas para estandarizar los criterios que otorgan más valor a ciertos cánones sociales y epistémicos sobre otros, las escuelas disciplinan al estudiante para obedecer a normas cívicas con la promesa de empleo y buena reputación como recompensa. El castigo: la incompetencia programada. La subordinación que provocan las instituciones educativas para neutralizar el comportamiento y reafirmar su propio sentido de existencia, nos recuerdan Prakash y Esteva, es retratada por Jules Henry en su ensayo Vulnerability in Education19. El antropólogo estadounidense argumenta que la estabilidad de las sociedades modernas se construye sobre la vulnerabilidad de las personas, reafirmando el rol de sus instituciones para prevenir el fracaso: “Así, la sociedad nos protegerá solo si consentimos en ser relativamente indefensos"20. Este miedo instaurado es el “pulso” de las escuelas, escribe Henry, y les permite evitar cualquier amenaza que resulte en su transformación. De hecho, continúa, “las personas que tienen las posiciones más estratégicas para el cambio social suelen ser las más vulnerables”21.

El estado de fuga que defendió Esteva es también un regreso o “un enraizamiento con el lugar”22. Fue después de 1989, cuando se mudó a San Pablo Etla en Oaxaca, que inicia a desvincularse del mundo de las ideas, el “horizonte occidental de la inteligibilidad”. En un traspatio de ese pueblo zapoteco donde nació su abuela, Esteva cultivaba gran parte de los alimentos que consumía. Este principio de adaptación escalar, de proporcionalidad localizada con el sitio concreto en donde se vive, conducía su comportamiento y pensamiento. No predicaba un modelo universal.

La separación con la educación comienza con asumir que los recursos para el aprendizaje son suficientes de acuerdo a los medios disponibles para obtenerlos23. Hay que desmontar la desproporción absurda entre el apetito  desarrollista y las fronteras materiales de una vida sostenible. Es desde ahí que podemos procurar formas de bienestar ajenas a la seducción del capital. Dicha distancia con la educación no interrumpe la disposición de las personas para aprender, por supuesto. De lo contrario, desprofesionalizar el aprendizaje es rechazar la educación como un proceso separado de la cotidianidad en donde los saberes se fragmentan en disciplinas disciplinarias para ser cuantificados y calificados.

En su lugar, una sociedad desescolarizada insistiría en la autorregulación de las vivencias como procesos de cuidado y fortalecimiento cultural. Como aprendimos, también de Illich, “fomentaría la confianza en la experiencia personal y el surgimiento de asociaciones transitorias y dispersas en las que las decisiones son tomadas por aquellas personas directamente afectadas, y en las que el propósito común emerge, con frecuencia, solo en la instancia misma de su logro”24.